477. Salando las heridas

2 de abril de 2025 | Marzo 2025

La vida presenta algunas batallas que están perdidas de antemano, o que no valen la pena dar, como puede ser, que un muchacho de treinta años, que no juega al fútbol hace al menos cinco, pretenda ponerse en forma y formar parte de un equipo de primera división. Algo así le ocurría al doctor Magaldi, único cirujano activo del pueblo de Daireaux, con su paciente oncológico, Fernando Yapur.

El doctor Magaldi había sido casi del todo sincero después de la operación cuando le dijo, mitad en joda mitad en serio, “si no zafás con esto, macho…”, lo cual despertó algo de preocupación que Fernando, aunque no se atrevió a consultar en el momento, recién después de extirparse un tumor.

Un mes más tarde, el panorama era negativo: restos del tumor se habían esparcido por otros órganos. El escenario era casi de muerte asegurada.

—Mirá, Fernando, lo bueno es que lo detectamos temprano, te diría —el doctor Magaldi hablaba bajito, casi un susurro, como si estuviera confesándose ante un cura—. Pero, también, la realidad es que el panorama es tan negativo que… solucionarlo es casi imposible. Mejor, tal vez, resolverlo uno mismo… —y dejó la frase inconclusa.

—¿Matarme? —preguntó Fernando, consternado y con el índice y el pulgar en forma de “L”.

El doctor Magaldi se limitó a cerrar los ojos lento y dejarlos así durante tres segundos.

El jueves siguiente, a la hora de la siesta, mientras el doctor Magaldi intentaba que su esposa hiciera algo con su verga —ya no entregarse al coito, con unas palabras de aliento le alcanzaría para sentirse pleno—, sonó el timbre:

—¡Doctor Magaldi, doctor, por favor! —gritó Nara, la hija adolescente de Fernando, desde la reja cuando lo vio aparecer en la ventana—. Mi papá se quiere matar, tiene un revólver. ¡Ayuda por favor!

Magaldi logró, con apenas algunas palabras, convencer a Fernando para que lo dejara entrar a tener una charla a solas en la pieza donde él estaba encerrado.

En esa charla logró, no solo darle alientos a Fernando para acelerar sus ganas de boletearse, sino también de que juntos cubrieran las paredes y el piso de la habitación con unas sábanas, como para que fuera menos traumático para la familia.

—Está todo bien —aseguró Magaldi con las manos a la altura de los hombros cuando salió, solo, de la habitación—. Él ahora seguramente va a pensar un ratito más y después va a salir…

—¿Y el arma? ¿Se la sacaste? —preguntó Laura, la esposa de Fernando.

—¿El arma…? —achinó los ojos el doctor y justo entonces se escuchó un disparo y la caída de un cuerpo contra un mueble.

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