Julia manejó desde la oficina hasta su casa más tranquila que nunca. Más allá de que nunca podía levantar mucha velocidad y llegar con el apuro que sentía, esa tarde, ni siquiera importaba. Manejó lento, feliz. Pasó por la fiambrería a comprar pan, salamín y queso para una picada con su novio Gabriel y su hija Lourdes. Ya había aceitunas en la heladera.
—¡Mi amor! —gritó ni bien entró—. ¡Traje para una picadita para festejar!
—Hola, Ju —saludó Gabriel y se acercó a darle un beso—. ¿Qué vamos a festejar?
—¡Me dieron un aumento de sueldo en el ministerio, amor! Hola, gordita hermosa —se agachó para alzar y besar a su hija de dos años.
—No te puedo creer, boluda, por fin la puta madre. Me viene joya, tengo la tarjeta reventada y unas ganas de ir a Brasil que no te imaginás —se rio Gabriel—. ¿De cuánto es?
—Y, depende, en realidad. No sé si nos va a alcanzar para ir a Brasil ahora, porque me dan más por cada persona que despida, de la gente de mi área —explicó Julia.
—¿En serio? Busco una birome y hacemos la lista, boluda. ¿Cuántos necesitamos? ¿Quince? ¿Veinte? —contestó Gabriel, emocionado, buscando la birome.
—Dale, yo ya tengo seis pensados que seguro entran —contestó Julia mientras encaraba para la pieza a cambiarse. Un minuto más tarde, ya estaba de vuelta en el living del tres ambientes interno de Palermo con vista a la medianera, vestida de entrecasa.
—La primera de la lista es la boluda Luli, ¿no? —sugirió Gabriel, sentado a la mesa, con una sonrisa socarrona, aunque ya lo había anotado en el papel frente a él.
—Ay, pasa que… justo ella fue mamá hace poco, ¿viste? Y me gusta tener alguien con quién hablar de cunas, juguetitos, esas cosas para los chicos —dijo Julia achinando los ojos.
—Bueno, la dejamos por ahora. Veamos cuánto nos da al final.
Hicieron la lista entera sin detenerse ni un segundo a prestarle atención a Lourdes. En total, diecisiete personas seleccionadas para despedir de la administración pública. Para cuando terminaron, ya de noche, el celular de Julia vibró.
—No te puedo creer, boludo —lamentó ella.
—¿Qué pasó? —preguntó Gabriel, fingiendo preocupación.
—Me echaron. Qué hijo de puta, disolvieron mi área entera, no te puedo creer… me ganó de mano mi jefe —contestó ella, pasmada.
