Cuando le puse Eugenio a mi hijo, fue porque pensé que sería un poco más inteligente. No sé, algo de que la palabra “genio” estuviera dentro de su nombre me hizo sentir que, a lo mejor… Bueno, en ese momento yo estaba mucho con esto de las energías, todo lo místico. La casa tenía un olor… sahumerios, inciensos, cortezas que quemaba, que sacaba de algún árbol y las quemaba.
Ahora tengo así voz de fumadora, pero ya hace por lo menos dos años que no toco un cigarrillo. Y me vuelvo loca, la verdad, cada vez que salgo a la calle y veo un tipo fumando y me dan unas ganas, que termino preguntándole si sabe donde hay un mercado. Porque un colectivo, un kiosco… la respuesta puede ser muy rápida, y yo quiero que hablen y sentirles el aliento.
Fue gracias a Eugenio, mi hijo, que dejé de fumar. Él me insistió. Mi hermana decía “no tengas un hijo a esta edad, Alicia, sos grande, estás sola. Abortalo”.
Y yo, que fui y lo tuve igual. No sabía ni quién era… bueno, sí, sabía quién era el padre. Siempre lo supe. Me encamé con otro unas semanas después como para darme el beneficio de la duda, engañarme a mí misma. Al pedo. Yo sabía quién era el padre, nomás que no quería que fuera él, era muy boludo.
Siempre supe que Eugenio tenía algo especial. Especial raro. No sé si bueno. Porque genio, lo que se dice genio —capacidad mental extraordinaria para crear o inventar cosas nuevas y admirables, dice la RAE—, eso seguro no es.
Para explicarlo uso siempre el mismo ejemplo: donde vivimos hay un patio, chico, que no tiene baldosas, ahora está más cuidado, pero antes era todo pasto alto y plantas que salían solas. Un poco abandonado. Ahí jugaba Eugenio.
Cuestión que a Eugenio le molestaba que estuviera el hormiguero, la montañita de tierra sacada sobre la superficie, en el mismo lugar donde él pateaba la pelota contra la pared.
Entonces, lo que él hacía era ir y patearlo. Para que las hormigas se fueran. Yo le decía: si no querés que haya hormigas cuando jugás, no patees el hormiguero. Y él decía que no, que las iba a hacer mierda, que le cagaban el juego.
Eugenio pasaba tres o hasta cuatro horas afuera. Las tres cuartas partes, matando hormigas, y el resto, pateando.
Hasta me acuerdo que le dije que, si no quería que volvieran a salir, tenía que matar a todas. Era ir, comprar no sé qué cosa, aplicar, y fin. Pero, para él, no era así. Prefería matarlas a trompadas o pelotazos. Pasaban unos días y la escena se repetía.
Yo consulté, en aquel momento, qué era lo que tenía Eugenio. Si había algo fallado o qué. Y no sé si fue lo que me dijo el médico o si fue mi cabeza, pero entendí algo de que tanto cigarrillo le había afectado al chico desde la panza.
Entonces, cuando este boludo me dijo “mamá, tenés que dejar de fumar”, y yo ya sabía toda esa historia detrás, así que lo dejé. Por él, lo dejé. Y ahora lo veo, afuera, matando hormigas, ya grande, con pelos en las bolas, seguramente, si es que no se depila.
Y me quiero matar.
