Marcelo Raimondi estaba en un pool, tomando whisky con amigos, aunque todavía no había anochecido, cuando le llegó el llamado. Gonzalo había conseguido su teléfono porque las madres eran amigas. Años atrás, en alguna de las cortadas del barrio, lo había ayudado a zafar esa vez que casi le robaban la bicicleta, y Marcelo había quedado en deuda con él. Necesitaba un abogado penalista urgente.
Marcelo fue caminando desde el pool hasta la comisaría, fumando cigarrillos y masticando chicles de menta, como para tapar el aliento alcohólico. Desalineado, aunque de saco y camisa, como siempre. Por suerte, en la comisaría ya lo conocían, no tanto por ser abogado sino por algún negocio con el comisario que nadie entendía bien de qué se trataba.
—Ávalos, ¿cómo andás? —saludó Marcelo—. No vengo a verlo a Omar, soy defensor de Valentín Brizuela.
—¿Qué hacés, Raimondi? ¿Cuál es? —preguntó el policía atrás del mostrador.
—El chiquito —contestó Marcelo con las mostrando un espacio invisible de unos treinta centímetros.
El policía cabeceó hacia atrás, para indicarle que lo siguiera. Pasaron por la puerta de dos oficinas y luego llegaron a una última. Giró la llave, abrió y encendió la luz.
A la derecha, un corralito pelotero con cinco bebés a un costado; a la izquierda, cuatro pequeñas camas en cuchetas de a dos, una de ellas bajo una gotera.
—Brizuela —anunció el policía y un chico salió de una cucheta, tímido.
—¿Éstos que hicieron? —preguntó Marcelo al policía señalando el corral de bebés.
—No te das una idea. Son los peores. Vení, Brizuela, llegó tu abogado —ordenó el policía—. Golpeame la puerta después —le dijo, en secreto, a Marcelo.
—A ver nene, te traje una chocolatada y unas galletitas —sonrió Marcelo y se sentó en la única silla de la oficina, tamaño para niño, que lo hacía ver ridículo. Valentín quedó parado frente a él—. Qué olor, che… —dijo Marcelo y lo miró—. Estás meado.
Valentín lo admitió bajando la mirada.
—Tenés que pedir ir al baño, pibe.
—Le pedí —contestó Valentín.
—Qué hijos de puta… Bueno, vos tranquilo, nene, yo te voy a sacar. ¿Es verdad que no hiciste nada? ¿No tiraste una piedra nada?
Valentín negó con la cabeza.
—Estate atento a esa ventana —dijo Marcelo y señaló un cuadrado opaco por donde entraba la luz del sol que daba a la calle—, pero dame un rato, no sé cuándo será.
Unos minutos más tarde, Marcelo intentó abrir la ventana. Como no pudo, llamó al novecientos once para denunciar un tiroteo a pocas cuadras. Cuando la sirena del patrullero sonó fuerte en la cuadra, usó un adoquín para romper la ventana. Cruzó una soga para que Valentín y los demás chicos treparan. Adentro, solamente quedaron los peores, los del corral.

