En la familia ya todos sabían cómo era el asunto: a Nazareno, el primer hijo de Facundo y Mariana, había que cuidarlo más que al resto de los chicos. Tenía la mañana de llevarse a la boca cualquier cosa, algo entendible al año, pero no a los cinco. Nazareno se alimentaba del mundo entero, lo que estuviera al alcance era, para él, comida.
Los médicos, incluso, decían que era casi increíble que hubiese llegado hasta esa edad. Más aún considerando que el chico entraba dos veces por semana en la guardia. Justamente, para dejar de gastar plata en taxi, la familia se había mudado al lado del hospital.
Salvo Facundo y Mariana, nadie sabía que el alimento que más consumía su hijo eran las piedras de la caja del gato de la familia, y hasta la mierda, si había. Habían jurado llevarse ese secreto a la tumba.
“Es que es imposible controlar todo el puto tiempo a este pendejo del orto” había gritado alguna vez Mariana, desbordada, cuando todavía intentaban hacerle vomitar las piedras. “Algún día va a aprender”, mantenía la esperanza Facundo.
Pasaron los años y Nazareno no aprendía. La escuela había sido todo un tema: lloraba con la boca llena de papel mientras el aula entera se burlaba de que comía su propio cuaderno.
Cada elemento que se llevaba a la boca tenía distintas maneras e intensidades de comerse. Nazareno tenía preferencias por las maderas, le duraban unas cuantas horas y eso le gustaba. Le parecía un desafío. Un caramelo de madera, para él, significaba una tarde feliz.
Los problemas solían ser el vidrio y los metales. Él intentaba comerlos, como si existiera la posibilidad de, ¿por qué no la siguiente?, comer un vidrio y no lastimarse. Pero siempre sucedía lo mismo: corte, dolor, sangre. Entonces, Nazareno escupía y lloraba.
Facundo y Mariana decidieron irse a vivir con él a un pueblo, donde el ambiente fuera más cuidadoso con él por saber su condición. Ahí no lo mostraban mucho, y empezaron a emborracharlo: habían descubierto que el alcohol afectaba su motricidad y le impedía llevarse cosas a la boca.
Nazareno, a esa altura de seis años, casi siete, salía a la tarde al jardín de la casa y ese era todo su contacto con el mundo. El resto, lo pasaba dentro de su casa donde todo era de goma o cartón y demasiado grande como para entrar en su boca.
Hasta que, un día, a sus nueve años, se escapó. Un torneo de comedores de panchos en la plaza cautivó su atracción. Feliz, sin decir ni una palabra, se sentó a comer panchos a la par de sus competidores adolescentes y adultos. Y ganó.
“Qué maravilloso es el mundo”, pensaba Nazareno entre las guirnaldas que decoraban el escenario donde él era campeón, después de haber estado recluido demasiado tiempo. Todo el pueblo se enteró de su existencia y, minutos después, de su ansiedad oral descontrolada.
Desde ese momento, a Nazareno lo amaron en el pueblo: por fin tenían a alguien que podía encargarse de un problema que aquejaba a los vecinos: lo pusieron a trabajar de relleno sanitario del pueblo. Le daban todo lo que ellos necesitaban tirar, y él lo comía todo. No discriminaba, él solo masticaba y tragaba.
Por fin, entonces, encontró su lugar en el mundo. Ahí todos lo cuidaban, y Mariana y Facundo pudieron relajarse y verlo crecer, sucio y feliz.
