En el pueblo de Caleufú ningún policía sabía qué era el Reprocann, excepto uno: Víctor Nievas. Él se había enterado de qué era el mismo día que el gobierno había salido a decir que estaba dado de baja. Y esa era la única información que tenía el día que detuvieron a Manuel Estévez, un marplatense librado a su suerte en el medio de La Pampa, con una latita que tenía cuatro gramos de marihuana.
Manuel había arrancado dos días atrás desde Mar del Plata con destino a Mendoza, aunque hacía un camino irregular, y por eso había pinchado la rueda justo a unos kilómetros de Caleufú.
La policía caminera lo vio justo de pasada y frenó. Le preguntaron (desde el patrullero, para no exponerse al sol ardiente del verano) de dónde era y qué hacía ahí. La respuesta no les pareció genuina. «Vacaciones» y «Caleufú» eran incompatibles.
Los agentes usaron su olfato policial y, por las dudas, revisaron las pertenencias de Manuel. No tardaron en encontrar la lata con marihuana y lo detuvieron.
Las explicaciones de ser paciente y exhibir el papel del Reprocann no le sirvieron. Víctor Nievas dijo que eso ya no regía y Manuel fue acusado de chanta. La neuralgia del trigémino, en esa ruta sin señal, no sonaba a enfermedad real.
Le quedaba grande el monoambiente con paredes abarrotadas para él solo, aunque el aire era una masa pesada caliente y el ventilador más cercano (que Manuel escuchaba girar) estaba detrás de, al menos, dos paredes.
Ya era tarde como para molestar al fiscal, así que su asunto se informaría recién la mañana siguiente. Manuel aceptó, entregado, el panorama que se le venía, aunque pidió consumir un poco de marihuana, para aliviar el dolor en el rostro que empezaba a crecer. Le contestaron con risas y burlas. No había lugar para los fumones en ese pueblo.
A la noche, el cambio de guadia hizo que el oficial Paiva y él fueran las únicas personas en el destacamento. Manuel, con la cara dolorida y avizorando un futuro peor, le rogó por un poco de marihuana.
Paiva armó un porro, lo encendió y le dijo que él antes había trabajado en la bonaerense, en Madariaga. Le acercó el porro a centímetros de la reja y exigió, a cambio, una chupada de verga.
Manuel sentía su cara como si fuera estrujada en una máquina industrial y el cuerpo gigante de Paiva, interpuesto entre él y el único foco, lo protegía de la fotofobia.
No contestó nada, solamente se quedó cerca de los barrotes que lo enjaulaban. Paiva se acercó, sacó su verga gorda, peluda y olorosa y la pasó entre los barrotes mientras seguía fumando.
El olor a marihuana hizo sentir a Manuel que estaba a solo un instante de su medicina y el alivio. Sin pensarlo demasiado, abrió su boca, se metió la verga y empezó a succionar.
