Dicen (y yo no sé si la historia es real o no, pero la voy a contar porque me la piden mucho. Y porque viene al caso), dicen que cuando fue la Guerra de Malvinas, una inglesa, bruja ella, que vivía acá porque la familia había venido a trabajar en los ferrocarriles rompiendo una huelga, fue la que le metió un hechizo, un conjuro, un… una magia, no sé, y que la hizo frente al tren Belgrano Cargas.
Elizabeth, vamos a llamarle, porque Margaret ya tenía otro papel importante en la historia, en cuanto se enteró de que se venía la guerra no dudó en tomar partido por su país y decidió volverse.
Pero antes de sacar ese pasaje que la llevara al pueblo donde había sido adolescente, ni bien se bajó del tren, en el barrio de Retiro, y encaró a otro que había en la estación, murmuró algunas palabras en anglosajón antiguo, echó un polvo al suelo, se dio media vuelta, y salió.
Al principio no se notó. Pasaron años que, yo siempre digo… el ferrocarril es como un libro de historia. Y hay momentos que parecen una cosa y son otra… No sé. ¿A qué iba?
Ah, sí, bueno… Los trenes empezaron a caer como todo el país. Mi viejo decía que ya no le cumplían el horario, y que desde ese día se había perdido todo. Y yo le decía “¿para qué querés que te cumplan el horario si te jubilaste?”.
Y se fue cayendo el tren hasta que privatizaron el de pasajeros. El de cargas no. Ese después lo concesionaron, parecido a una privatización, nomás que temporal. Pero el de pasajeros sí, a unos empresarios que lo tenían igual de mal que antes.
Al mismo tiempo le llegó la mala racha al de cargas. Se empezó a mover la mercadería en camiones y se desfinanció el tren. La gente se quedaba sin trabajo. Las dos: la que trabajaba en el tren y la que viajaba en el tren. Esa era la maldición de la Elizabeth. La desocupación.
Fue pasando el tiempo y cada vez peor, hasta que el gobierno la privatizó y casi la regaló, como si fuera chatarra, a unos empresarios que la querían hacer andar bien, supuestamente.
Al final, era un curro. Le cobraban al Estado no sé qué cosa y nunca arreglaron nada. Ni una máquina tenían. Pero, sin que muchos lo advirtieran, el mismo gobierno logró romper esa maldición.
Un día, el presidente se levanta y dice “bueno ahora la gente que quiera puede tener dueño”. Y no sé si esa gente quería o no o qué, pero empezaron a tener dueño muchos pobres que contrataban las cerealeras para sacar los granos.
La fila era infinita. Un tren humano, sobre las viejas vías. Esos cargueros se reproducían y dejaban a su reemplazo ya nacido. Y así se rompió la maldición: volvió a haber trabajo para todos casi. El tren de carga arrancó a sangre, sudor y lágrimas.
