Desde que el gobierno dispuso recortar todo el presupuesto de seguridad para cumplir el ajuste, solamente algunos municipios arreglados con la policía provincial, diezmada por todos lados, tenían hombres para combatir el delito (o fomentarlo, según el día). A partir de ese momento la lógica era clara: cada uno tenía que pagarse su propia seguridad.
La decisión fue tan repentina que las provincias, de un mes al siguiente, redujeron de a miles sus miembros. Esos mismos policías despedidos fueron los que pasaron a ser seguridad contratada por los vecinos o soldados de los narcos.
Sin perder tiempo, las bandas de narcotraficantes transformadas en paramilitares con decenas o cientos de hombres y mujeres empezaron a conquistar terreno a puro tiro, desplazando incluso al poder político territorial.
El gobierno, en respuesta al avance del narco, fomentó la figura del héroe cívico: una persona común y corriente que, organizada o no con sus vecinos, intentaba hacerse cargo de la seguridad de su familia y el barrio.
El delito y la violencia crecieron demasiado en un instante. Fue cuestión de días que el gobierno, a través de intermediarios, contratara a casi todos los policías despedidos y formara su propio aparato parapolicial.
Al igual que la Mazorca, la Liga Patriótica Argentina, la Alianza Libertadora Nacionalista y la Alianza Anticomunista Argentina, el gobierno pasaba a tener su grupo, llamado Liga de Hombres Comunes.
El nuevo grupo parapolicial esparcía terror y reprimía a los opositores, al mismo tiempo que ejercer el control de la calle contra la delincuencia. Hacerlo a la luz del día le daba la legitimación que las organizaciones anteriores no habían tenido.
Pero claro, los salarios, abonados con fondos malversados del Estado, eran muy inferiores a los que pagaban las propias policías provinciales.
Por eso, los Hombres Comunes también se contrataban para bingos, centros comerciales, cines y demás. Incluso la ANSeS sacó una promoción para aquellos ancianos y ancianas que quisieran contratar un Hombre Común para su seguridad, podían hacerlo con un descuento de su haber jubilatorio.
Orlando Domenech entró en la oferta. Lucio Mocoroa era su protector. De tanta confianza que le tuvo Orlando, y de lo solo que estaba, lo dejó entrar a vivir con él. Entre los dos ganaban poco. No había mucho para comer, pero Lucio siempre se servía las porciones más grandes.
En cuanto Lucio supo que Orlando había sido de izquierda, empezó a hacerle la vida imposible hasta que, un día, en su sesión de tortura, lo prendió fuego. Ya lo tenía planeado: así cobraba él la jubilación entera y podía, además, sumar adicionales en algún bingo o de patovica en algún boliche.
Lucio estaba por traer a su madre y hermana a vivir con él a la casa de Domenech, qué picardía, cuando, una madrugada de octubre, lo mandaron a prender fuego la casa de un dirigente sindical y, mala su suerte, otros miembros de su grupo lo confundieron con un ladrón.
Con la primera trompada lo desmayaron y después fue cuestión de que la saña de los Hombres Comunes se desatara. “Es que se parecía demasiado a un chorro”, se habían excusado los hombres, cuando se enteraron que habían matado a un compañero.
