Todo empezó esa tarde en el ministerio en la que Gabriel estaba a cuatro manos haciendo el trabajo suyo y el de dos compañeras que se habían tomado vacaciones. Entre tres era más fácil repartirse lo que antes hacían diez personas, pero siendo uno solo, y aunque excediera su horario laboral, no llegaba a hacer todo. Al menos, no a hacerlo como se debía.
Por eso, esa lista de distribución de órganos para transplantes había quedado toda desordenada. Pulmones por acá, riñones por ahí, hígados por allá abajo, y con sus destinatarios cruzados.
Cuando el martes a la tarde, al doctor Filardi le llegaron los pulmones nuevos para Vanina López, no dudó en abrirle el cuerpo y colocárselos. Lo que no sabía era que ella necesitaba, en realidad, un transplante de corazón.
Al despertarse, Vanina se sintió perfecta. Feliz, renovada. Quizás una sensación algo extraña al momento de respirar hondo, pero no más que eso. El corazón latía, y eso le bastaba.
La charla con Filardi posterior a la operación fue un tanto extraña, por las recomendaciones que él hizo y que ella imaginaba distintas. La prohibición de fumar, sin embargo, le pareció correcta.
Al salir del hospital unos días más tarde, acompañada de su padre, comenzó una vida nueva, tranquila y cuidada. Cuando la cicatriz dejó de ser tan impresionante, descargó una aplicación de citas. Fue ahí donde coincidió con un tipo de su edad con el que empezó a chatear y pegó onda.
Gabriel era su nombre. Salieron a tomar unas birras y se divirtieron mucho. En esa primera cita, incluso, Vanima se animó a contarle de su operación y él propuso un brindis con las cervezas que compartían porque gracias a ese o esa donante, podían compartir ese momento juntos.
Para la siguiente salida, Gabriel quiso mostrarle sus habilidades culinarias y preparó unos sorrentinos caseros. Cuando ella llegó, él ya tenía la salsa lista. Sabía que se le había volcado el salero casi entero en la preparación, pero había sacado todo lo que pudo.
Estaba salada, sí, un poco por demás. Pero zafaba. Por las dudas, tenía una crema en la heladera para bajarla si hacía falta.
Al momento de la cena, Gabriel le sugirió a Vanina agregarle crema, pero ella prefirió no hacerlo: los lácteos le daban gases y no quería tener que aguantárselos incómoda. Prefirió la salsa como estaba y, aunque la sal tapaba todo el sabor del resto, ella dijo que estaba riquísimo.
Más tarde, cuando el vino estaba vacío y ellos estaban a los besos en un momento acalorado en el sillón, ya empezando a sacarse la ropa, Gabriel, en un acto que no podría ser otra cosa que amor, le besó la cicatriz en el pecho.
Vanina, que consideraba ese tajo de piel como una marca desagradable que impresionaría a cualquiera que la viera desnuda, en medio de su exitación sexual aceleró las palpitaciones de su corazón que, recargado de sal, dio un último latido.
