Era rara la sensación que le agarraba a Lucas cuando lo veía a Nacho. No sabía cómo describirla. Con sus amigos y amigas lo definía como un pibe muy piola que había conocido en el curso de cocina para principiantes en el que se había anotado. Pero, a sus adentros, sabia que esa definición no alcanzaba a explicar lo que sentía.
Más que nada por esas tardes perras de mal humor, al borde de la depresión, en las que no le encontraba sentido a la vida, pero de solo ir y encontrarlo en las clases le devolvía la alegría.
También le resultaba extraño tener tanta buena onda con alguien a sus casi cuarenta años. Hacía como veinte años que no se hacía un amigo nuevo y hasta pensaba que era imposible conseguir amistades a esa altura de la vida.
La depresión venía de haber apostado seis años a una pareja con Emilia, que sentía que era, por fin, la indicada, con la que podía armar su vida definitivamente y encarar un proyecto familiar que se truncó esa tarde que la encontró con otro en su propia cama. Y, para peor: gozando más que con él.
Para zafar de esos meses fatídicos, durante los cuales la relación no se terminaba y se mecía en un limbo de ir y venir, entre vueltas y cortes, se había anotado en el curso como para ocupar la cabeza y, casi sin quererlo, había hallado algo más.
Nacho tenía una chispa para el comentario rápido y justo, siempre con un tono humorístico que Lucas compartía, aunque se notaba que no a todos les sucedía lo mismo. A veces quedaban ellos dos solos riéndose.
Al poco tiempo llegaron a la confianza como para que alguno, seguramente Nacho, dijera que tenían que juntarse a tomar una birra después de alguna clase o, por qué no, algún viernes o sábado, quizás también para ver al Boca de sus amores.
Pero ese momento siempre se posponía. Por algún motivo, jamás superaban la propuesta que siempre arrancaba con un «tenemos que…» entre sonrisas.
Hasta que un día, después de tanta vuelta inconclusa, Lucas le puso lugar, fecha y hora a la propuesta: tal bar que tenía tal bebida rica y tal comida que era un manjar para juntarse un rato y cagarse de risa. Nacho, por supuesto, accedió casi al instante. Lucas sintió que algo importante iba a suceder.
Cuando llegó el día del encuentro, Lucas se preparó con su ropa más linda y fue al lugar en el horario convenido. Tuvo que preguntarle él a Nacho en cuánto llegaría para enterarse, entre falsas disculpas, que Nacho no iba a ir, que se había olvidado que tenía otro plan mejor o algo así.
Por algún motivo, no fue eso lo que más le molestó a Lucas, sino que, antes del montón de excusas, el mensaje empezaba con la palabra «amigo».
