Uriel Sánchez era dueño de una importante fábrica de calzado del conurbano bonaerense. Sus productos variaban en calidad y precio, producía para su propia marca y también a pedido de otras. Con su negocio se había convertido en un hombre casi rico, pero no tanto como para afrontar los gastos que suponía un nuevo salto: la exportación.
En un país más caro para sus habitantes y para extranjeros, se complicaba llegar a la expectativa que se había propuesto. Asesorado por expertos, averiguó que la mejor manera de competir a nivel internacional sería posible si invertía en máquinas de primer nivel que aceleraran la producción.
La inversión era carísima, incluso para él. Podía hacerla, pero implicaría resignar lujos personales y de su familia que no estaba dispuesto a entregar.
Después de meditarlo con su coach personal, con su psicólogo y con una tarotista, decidió aventurarse y tomar la deuda que requería. Pero, como él no era muy de las formalidades, prefirió buscar algún inversor privado que confiara en él.
Un amigo le presentó a Nazareno Brandán. Después de una breve negociación, Nazareno le alcanzó a Uriel el capital que hacía falta a cambio de que las ganancias de los futuros años se repartieran en partes iguales.
Con la inversión realizada y las máquinas nuevas, Uriel empezó a producir para exportar. Sus cuentas empezaron a engordar cada vez más, pero nunca se acordaba de pagarle lo adeudado a Nazareno, al que esquivaba por todos los medios, hasta que no tuvo más opción que atenderlo en una videollamada.
—Nazareno, querido, ¿en qué te puedo ayudar? Algo me comentó la secretaria ahí… —Uriel sonreía en la pantalla.
—Y también yo te lo comenté por mail, carta documento, mensajes… No sé cómo confié en vos y no firmé nada —empezó Nazareno sin ocultar su enojo, hasta que se escuchó la voz de un adolescente por el parlante.
—A ver, dame un segundo, que me busca mi hijo, ahí te atiendo querido —lo interrumpió Uriel y, aunque tocó el botón de silenciar el micrófono, no le respondió.
—Papá me compró un cero kilómetro por mis diecisiete —le decía el hijo de Uriel a un amigo justo cuando entraba en la oficina—. Pa, ¿me das la llave del Mercedes que me voy a dar una vuelta con Tomi?
—¿Me estás cargando, hijo de puta? ¿Le compraste a tu hijo un auto con mi guita? —Nazareno estalló de indignación al otro lado del teléfono.
Uriel, sorprendido por haber sido pescado, se apuró a contestar:
—A ver, esperame, Nazareno, querido, ya te llamo. Estoy con un temita acá… no es buen momento —y cortó, nervioso, la comunicación—. Sí, hijito, te doy la llave si me das un beso y un abrazo. Diviértanse chicos —les sonrió.
