Yo le dije a la chica que me atendió, que es un amor, una jovencita que siempre me sonríe y me trata bien, le dije “mirá, corazón, me da vergüenza esto, pero ¿te podré pedir trescientos pesos de pan?”. Así, bajito, como para que tampoco se ande enterando todo el barrio, porque había un señor y dos chicas más ahí en la panadería.
Ella, como siempre, muy amable, me dijo que sí, y me puso de más. Me dio como medio kilo. Cuando me alcanzó la bolsa hizo una sonrisa de costado que me di cuenta que era… que la forzó. Ahí le di los trescientos pesos.
Y yo, que no puedo conmigo misma, porque en casa me la aguanto para que Mario no diga nada, pero en ese momento me desbordé. Me puse a llorar ahí nomás, en el medio de la panadería. A llorar en serio, que chorreaba todo.
La chica, que es un amor, no sé si dije, se vino del otro lado del mostrador, me pasó un brazo por encima de los hombros y me acompañó afuera. Ahí me abrazó y me le lloré todo contra su pecho. Un poco, porque tampoco la quería dejar empapada.
—No pasa nada, señora, vaya tranquila —me dijo ella.
—Gracias —me salió la voz entrecortada. Me puse a buscar un pañuelo, pero no encontraba. Así que ella entró y salió con unas servilletas—. Muchas gracias. Perdón que te moleste así.
—No, por favor, señora. No me molesta en lo más mínimo —con una sonrisa me lo dijo, qué encanto de chica.
Y ahí, mis ganas de explicarle fueron más fuertes que nada:
—Pasa que mi marido está haciendo un pollo a la parrilla, que estamos de festejo porque es mi cumpleaños. Es el gusto del mes. Pero, era o el carbón o el pan, y nos quedó esto…
—¿Es su cumpleaños? Espéreme acá —me dijo ella. Salió con un paquete que no podía ser otra cosa que una torta. Chiquita, pero torta.
Me puse a llorar más que antes y ella me abrazó de nuevo.
—A mi hijo no le puedo pedir, porque él gana poco y es padre de dos, que van a la escuela —le seguí explicando cuando logré ahogar el llanto y pude hablar—. Mario y yo trabajamos toda la vida. Toda la vida, casi hasta que vino la pandemia. Pero ahora ya no podemos.
—No, claro.
—Yo tengo ochenta y dos, él tiene ochenta y cinco. Nos vamos a dormir cuando baja el sol para no usar luz. Solamente prendemos el ventilador cuando hace calor. Yo ya empecé a lavar la ropa a mano, y me duele, hija… con la artrosis, me duele…
Ahí vi que también empezó a lagrimear y me dije “bueno, Gloria, le vas a arruinar el día a la chica si seguís hablando“. Así que la miré a los ojos bien profundo y le dije:
—Gracias, nena. Hace falta más gente como vos —y la abracé.
