Octavio Salaberry, uno de los tipos más importantes del país, encontraba el placer en aquellas cosas que le estaban vedadas por defender una imagen propia que él mismo había generado. Era dueño y heredero del Grupo Salaberry, poseedor de medios de comunicación, empresas generadoras de energía, líneas de transporte, entre tantos negocios a los que se dedicaba su familia.
A diferencia de su padre, había elegido exponer su vida y hacerse famoso. Desde ese lugar podía mandar el destino del país hacia sus intereses y sentir algo que en su familia escaseaba: la atención.
Claro que, para eso, tenía que ocultar sus placeres fuera de lugar, esos que podían debilitarle la reputación ahí en su círculo más cerrado. Travestis y pendejas eran, en su vida, un placer que no debía trascender.
Para Octavio no existía el tener que esconderse. Criado y formado en un mundo sin límites, que sus deseos se chocaran con su imagen le gustó hasta que lo aburrió. Fue entonces cuando, por el cumpleaños de un amigo, encontró en las fiestas de disfraces el velo necesario para no ocultarse.
Cuando se disfrazó del Guasón, con un tan buen maquillaje que la gente no logró reconocerlo, sintió adrenalina de solo pensar en tocarle el culo a aquella chica disfrazada de Blancanieves. Se contuvo.
Buscó nuevas fiestas, y agregó a su rostro aditivos que hicieran imposible adivinar que él estaba debajo del disfraz. Esa noche, esa fiesta en un predio de la costanera de San Isidro, fue la que le dio la posibilidad de sacarse las ganas. Tocó cuanto culo y tetas se le ocurrió, aprovechando la baja luz y sus movimientos ágiles. Algunas de sus víctimas ni siquiera se daban cuenta del manoseo que le habían pegado, pensaban que se trataba de un contacto normal de la pista de baile.
De esa manera, Octavio conoció el mundo que le excitaba: la vida del hombre casado, de familia y empresario exitoso, que se turnaba con el cocainómano disfrazado que manoseaba cuerpos en fiestas de disfraces.
Duró bastante tiempo, con distintos disfraces. A veces, incluso, usaba el de El Zorro, que solamente escondía su rostro detrás de un antifaz. Una noche, en ese personaje, obligó a una chica a que le chupara la verga en el baño de una fiesta.
“La confianza mata al hombre”, se dijo alguna vez por ahí. Y, de tan confiado, puesto y exultante que estaba en una fiesta muy oscura, se fue de mambo y tocó todo lo que pudo. Disfrazado de Hombre Araña, no había manera de ser reconocido con semejante máscara.
Fue el de seguridad el que mostró las filmaciones de las cámaras cuando decenas de personas esperaban saber quién había sido, en qué auto había llegado y cómo reconocerlo cuando saliera de la fiesta.
Zafó de la paliza cuando un par de patovicas, al reconocerlo, lo defendieron de la turba iracunda. Se animó a decir “fue el Hombre Araña, no fui yo”, y provocó tal bronca que su auto y rostro terminaron destruidos.
