Mirame acá, qué triste. El otro día me acordaba de cuando me iba vestida bien arreglada a hacer compras y al primero que me piropeaba lo agarraba de sirviente y perchero todo el día de acá para allá, hasta que me tenía que volver a casa con mi marido y mis nenas. En cambio, ahora, vivo en el club de jubilados del PAMI, Dios mío…
Es que me anoté en un curso de propiedades medicinales de las plantas. Pero no era un curso de conocimientos comprobados. Los viejos y las viejas estábamos ahí porque no podemos pagarnos los remedios, nada más.
Al principio parecía que Sofía, la chica que da las clases, sabía de toda esta cuestión de las plantas. Pero ahora, después de lo del otro día, nos dimos cuenta de que nos usan de ratoncitos de laboratorio.
—A ver, vamos a empezar la clase de hoy —saludó Sofía con esa sonrisa más falsa que…—. ¿Cómo les fue esta semana? ¿A vos, Gladys, que te tocó probar?
—El té de ficus —contestó Gladys—. Pero no me hizo nada. Me dio un pico de presión que me dejó tumbada, con dolor de pecho, sin aire… Me salvó mi hijo.
—Entonces, mejor probemos ahora con una petunia. ¿Tenés petunia en tu casa, Gladys?
—¿Dónde está Aldo? —le pregunté yo a Irma. Estábamos sentadas en el fondo y lo dije bajito. Pero, igual, la pendeja escuchó.
—A ver las chicas del fondo, si prestamos atención, que lo que cuenta acá Gladys le puede servir a cualquiera.
—Es que no llegó Aldo, que siempre es muy puntual y, a lo mejor, podríamos esperarlo, ¿no? —dije yo—. No sé, digo, nomás —y levanté un hombro.
—Aldo no va a venir —contestó Sofía, con esa sonrisa trucha—. Ahora vamos a seguir con la clase porque tenemos que ver los avances de los alumnos, Norma —y eso lo dijo con un tono que, al único que se lo permití, está enterrado—. Lucio, contanos cómo te fue con el paliativo oncológico a base de diente de león.
—Y mirá… No me hizo mucho —arrancó Lucio, pero yo lo interrumpí:
—¿Dónde está Aldo? ¿Dónde lo tienen? —me paré y puse los brazos en jarra—. Esta clase no sigue sin Aldo —resolví mirando a todos.
—Basta, Norma. No molestes. Si no querés estar en la clase, te podés ir —me contestó la mocosa.
—¿Pero qué me venís a callar vos, uno de oro? —le contesté agitando un dedo.
—¿Uno de oro? —preguntó ella.
—Sí, porque sos ancha y falsa —le grité y todos se rieron.
—¿No sabés que no se habla de los cuerpos ajenos? —contestó Sofía, que se notaba que le había dolido que le diga así.
—¿Dónde está Aldo? ¿Dónde está Aldo? ¿Dónde está Aldo? —empecé a incentivar a mis compañeros y ya éramos cuatro o cinco que preguntábamos.
—¡Aldo está muerto, vieja de mierda! ¡No va a venir! —contestó Sofía y se largó del salón llorando.
—Hija de puta… —mascullé y después ya arranqué la revolución de los viejos— ¡Queremos las pastillas! ¡Queremos las pastillas! —repetíamos todos a coro.
De un momento a otro, toda la sede del PAMI se alborotó y la terminamos tomando. Hace dos días que estamos acá. Qué sé yo. Jugamos a las cartas y nos divertimos un rato… pero necesitamos los remedios y volver a casa.
