En mi barrio era el más rápido. Desde chiquito me enteré, un día que, después de manotearle algunas golosinas al kiosquero, hubo que salir corriendo. Le metí fuerte hasta que me di vuelta y estaba solo. Mis amigos venían recién como una cuadra más atrás. Hasta ese momento sabía que era rápido, pero no que le sacaba tanta ventaja al resto.
Después tuve otras carreras importantes contra la policía y contra un cornudo que yo me andaba bigoteando con la novia una noche en un boliche. Ella no me había dicho que tenía novio, pero yo tampoco había preguntado, para ser sincero.
Cuestión que, de tan veloz, me agarró un profe que organizaba así carreras clandestinas. Una cosa extraña, porque el único motivo que se me ocurre para que fueran clandestinas es que la competencia se hacía bajo los efectos del premio: merca.
Ese profe me hizo competir en carreras no oficiales que se organizaban no sé bien cómo. Lo que importa es que yo era el campeón de todo. Fueron años muy duros. Felizmente duros. Me tomaba un pase y salía a correr, sin importar el contexto. Estuve un recital entero de Los Gardelitos corriendo en el fondo del lugar, en círculos.
Hasta que un día, el profe me dice que nos habían invitado a competir a nivel internacional. Nos íbamos a Europa.
—¿Éste qué toma? —le pregunté al profe cuando lo vi al rival sueco, inglés, francés, no sé de dónde venía, pero era gigante, todo armado. Y blanquísimo.
El premio, ese día, eran como cien kilos de carne argentina. El profe me había avisado y yo le dije “merca, nerca, por una letra no me cambia; anotame que es mía”. Estaba listo para ganarle a cualquiera.
—Flaco, ¿sale el sol donde vivís vos? —le pregunté al otro. Me contestó en su idioma y no le entendí una goma. Yo hablo solamente en argentino.
Antes de la carrera, que en vez de ser en la calle era en un predio todo lindo, verde, vi que el premio estaba en una heladera al lado de la línea de largada. Estábamos solamente mi profe, el gringo, su profe y un réferi que tocaba el pito.
Ni bien sonó, arrancamos la carrera, pero esta era sin falopa. Y el gringo arrancó como loco. A los cinco segundos me había sacado un par de cuerpos de ventaja.
Ahí nomás dije “chau, amigo, cagaste”, me di vuelta, entré a correr para el otro lado y con mi profe le sacamos toda la carne de la heladera y nos fuimos corriendo. El gringo cobra en euros, que la pague él al precio que le cueste. Nos trajimos el premio de vuelta al barrio, alto asado armamos.
