La población penitenciaria de Monte Olimpo había logrado que les brindaran una ventanilla de reclamos y solicitudes. Les costó meses de peticiones por escrito y orales que fueron ignoradas hasta que tomaron como rehenes a tres guardias en un pabellón y lograron la única audiencia que se realizó.
Hasta ese momento, utilizaban una aplicación del servicio penitenciario que acumulaba las denuncias y pedidos en una nube perdida quién sabe dónde, de modo que los presos no recibían jamás una respuesta. Una vez caída esa aplicación, la ventanilla de reclamos se convirtió en el filtro que limitaba la concesión de derechos para presos.
Horacio, el encargado de atender los reclamos, tenía la potestad de decidir si correspondía o no hacer lugar a lo solicitado, como si se tratara de un juez.
—¿Qué hacés, Cariltos? —saludó Horacio a un muchacho del pabellón J.
—¿Todo tranquilo, Horacio? —sonrió Carlito, flaco, bajito y con voz chillona.
—¿Qué necesitás? —preguntó Horacio, levantando el mentón.
—Me detectaron una enfermedad de los huesos —y apoyó un papel en el mostrador—. Necesitaría que me cubran el precio del medicamento para tratarme.
—Vos estás acá por un robo, Carlitos, no te podemos conceder el premio de, encima, tratarte.
—¿Y una pensión por discapacidad? No puedo trabajar, dijo el médico —Carlitos llenó su cara de lástima y buscó compasión en Horacio.
—Imposible. Ya te bancamos techo y comida. No podés pedir más. Andá, no me llores acá. Andá —cerró Horacio haciendo un gesto de “tomatelá” con la mano derecha.
Carlitos, con una mueca de resignación, recogió el papel, dejó su lugar y fue reemplazado por Ricardo, un preso nuevo.
—¿Sí? —preguntó Horacio.
—Quería pedir unas salidas transitorias —anunció el hombre, panzón, bien mantenido, peinado y perfumado.
—¿Nombre? —preguntó Horacio.
—Ricardo Angotti —contestó acodado en la ventanilla.
—¡Ah, ministro! A ver… —Horacio revisó unos papeles—. Usted tiene fraude contra la administración pública, enriquecimiento ilícito, malversación… Sí, mire. Acá tiene la llave del penal. Lo único que le pido es que cuando vuelva la dejes acá, la mete por la rendija que queda abajo de la ventanilla y listo.
—Muy amable. Gracias —sonrió el preso.
