Cuando el vocero entró al despacho presidencial sin golpear la puerta, vio al presidente sentado en su despacho, vestido de camisa, calzones y medias, mientras hablaba en voz alta a su computadora en un rústico italiano:
—Grazzie, tante grazzie. Ciao. Ci vediamo doppo.
Entonces, el vocero cerró la puerta y luego escuchó que el presidente lo invitaba a pasar.
—Disculpe, no sabía que estaba en una reunión —se lamentó el vocero después de entrar en la oficina.
—No, no. Estaba en clase de italiano —confesó el presidente, todavía en calzones—. Vos sabés que las mujeres italianas me pueden, y como vino la primer ministro… uno no pierde las ilusiones —ladeó su cabeza y achinó los ojos.
—Y, la verdad… —amagó a continuar una oración y la cortó ahí. Yo nada más le quería avisar que ya está listo el programa de evaluación de empleados públicos —sonrió el vocero.
—¡Gran noticia! ¿Lo puedo tener para probar en Olivos?
—Ya lo tiene en su mail para cuando quiera, presidente.
Esa misma tarde, apenas media hora después de llegar a su residencia, el presidente abrió su computadora y descargó el programa con el examen. Mientras lo leía se sorprendió de lo sencillo que le resultaba. En media hora, la mitad del tiempo que tenía para hacerlo, resolvió el cuestionario.
El resultado fue reprobado. Solamente acertó en el treinta por ciento de las preguntas que contestó. Ofuscado, y con dudas sobre la veracidad del sistema, decidió repetir el ejercicio.
Esta vez, con las nuevas preguntas, el resultado fue aún peor: veinte por ciento de respuestas correctas, aunque se había tomado cincuenta minutos para responder. No pudo evitar el impulso de pegarle una piña al monitor que se apagó durante un instante que le resultó una eternidad.
Un asistente personal se acercó a anunciarle que ya estaba la cena servida en el comedor. El presidente contestó que no tenía apetito y abrió una latita con pastillas, sacó una y la bajó con whisky.
Se pasó la madrugada entera intentando demostrarse a sí mismo que era una persona idónea para el empleo público. El mejor resultado obtenido fue un cincuenta por ciento.
Al día siguiente, con las ojeras enormes y un pésimo humor, fingió alegría al ver al vocero:
—Estuvo muy bien en adulterarse el sistema para que siempre dé negativo, así podemos echar a todos sin que nos importe si son aptos para el trabajo o no —dijo el presidente e hizo una mueca que intentó ser un guiño.
—¡No me habían dicho que estaba adulterado! —se empezó a reír, relajado, el vocero, también con enormes ojeras—. Con razón, qué buena idea.
