342. Vuelo de ganso

16 de noviembre de 2024 | Noviembre 2024

Es mentira que los gansos solamente migramos para ir a lugares más cálidos y donde podamos encontrar mejor alimento hasta que pase el frío. No es así. Los gansos somos muy sofisticados. También viajamos para encontrarnos con familia de otra parte, reproducirnos o, sencillamente, para conocer otro lugar, aunque generalmente repetimos los destinos.

Me gusta ver desde arriba, en medio del vuelo, a la gente que nos señala para decirle al de al lado que volamos en forma de V. Se ve que es algo muy atractivo. Y supongo que la mayoría no sabe por qué lo hacemos de esa manera.

La razón principal es que ahorramos energía. El aleteo del ganso que está delante de uno y que pasa por debajo de nuestro cuerpo hace que sea más sencillo volar. Algo así como deslizarse sobre el aire.

Pero no se crean que todo es tan fácil. Volar no es solamente agitar las alas. Es, además, una ciencia, un arte… Una habilidad. Eso. Que no todos los gansos tienen, por cierto. Para volar es necesario, indispensable, tener claro el destino y el camino.

Mi historia no es la de un ganso común. Yo soy, en realidad, un cauquén extraviado desde Argentina, que tuvo la desgracia de ser traído a un zoológico estadounidense, del cual escapé en cuanto tuve la chance. Siempre amé la libertad.

Encontré una familia de gansos aquí en Norteamérica y me quedé con ellos. Recién ahí entendí lo que es volar en forma de V, y no en una bandada descontrolada de cientos de aves.

En mi segunda migración, yo me ofrecí a conducir. Soy un ganso muy astuto y estaba seguro de que tenía en mi mapa el lugar preciso al que debíamos ir. Los gansos, tan gansos, me dejaron ser quien condujera la formación, mientras ellos descansaban en su vuelo.

Empecé bien el recorrido. Confiado como pocos. Debíamos ir, sin dudas, para la derecha. Y yo escuché que alguno que otro desconfiaba, pero los ignoré. A mí no me iban a decir cómo ir.

En algún momento, alguno de los gansos me distrajo, y el destino se torció. El mundo bajo mis alas se torció, pero no podía recular en ese momento. Unos kilómetros más y vi una montaña inmensa que se nos acercaba. No la recordaba del año anterior, pensé que era nueva.

De golpe, el frío empezó a congelar las alas de mi familia gansa y a agotarle las energías en pleno vuelo. Unos minutos después, sentí un ruido y cuando me volteé a mirar, estaba solo y un buen hermano caía muerto entre las rocas. Entonces debí volver, solo, al zoológico.

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