327. Golpe al talcotráfico

1 de noviembre de 2024 | Octubre 2024

Mi vieja se permitió tener, en toda su vida, un solo “accidente” (así llamaron al sexo sin cuidado que motivó mi parto; el de mi hermano, en cambio, fue a propósito). Después de ahí, decidió que quería tener control de absolutamente todo lo que pasara. Sobre todo, en lo que respectaba a nuestra crianza.

Fue de las primeras mujeres en estudiar seguridad e higiene, aunque su trabajo fuera ser ama de casa, lo cual reducía su ámbito laboral al departamento de tres ambientes sin balcón, que se parecía más bien a una cárcel después de que ella tapiara la ventana de nuestra habitación y mandara a poner rejas en todos lados, incluso en la puerta de entrada.

No sé si fue por mi nacimiento, por la carrera o qué, pero en algún momento mi madre se volvió una persona demasiado controladora. No dejaba nada fuera de su determinación. Por eso papá se fue cuando cumplí quince.

La infancia y la adolescencia que tuvimos Tomás y yo fue aburridísima. No podíamos mirar mucho la tele porque alguien había dicho que afectaba a la vista, y no podíamos salir a jugar porque afuera era el hábitat natural de los peligros.

Tan extrema era mamá que nuestros juegos eran unos rompecabezas de piezas de cartón del tamaño de manos adultas, como para que no las metiéramos en nuestras bocas. Si nos compraba un jugo, le devolvía la pajita al quiosquero y le decía que no había pedido armas blancas.

A medida que pasaba el tiempo se ponía peor: sumaba años de investigación. Diarios, revistas, libros de crianza; cualquier cosa que le podía servir, lo tenía. El departamento entero estaba organizado para protegernos.

Eso sí: estaban prohibidas varias sustancias, casi todas de hecho. Incluso la harina. Me acuerdo que un día tomé medio litro de limpiador de pisos. Un acto de rebeldía total frente a la dictadura de mamá.

Y la respuesta de ella siempre era violenta. En ese caso, me acuerdo que mi cuerpo vomitaba el producto, lo rechazaba. Y ella me hacía volver a tomarlo. “Así vas a aprender”, decía. “¿Está rica la cena?”, se burlaba.

Pero no fue nada comparado a cuando me escapé a jugar a la pelota con mis amigos. Le saqué la llave y me fui corriendo antes de que se despertara de la siesta. Fue un escándalo total.

En cuanto se levantó, apretó a mi hermano para que cantara. Él, pobre, no tuvo más remedio que defenderse buchoneándome. Mi vieja fue a la comisaría. No decía que estaba perdido, decía que estaba prófugo, fugitivo.

Por cómo hablaba, le preguntaron si era de alguna fuerza y, cuando contestó que no, le ofrecieron sumarse. Hizo el brevísimo ingreso y en poco tiempo se volvió cana. A mamá le encantaba el trabajo. A nuestra pieza le empezó a decir “el calabozo” y nos dejaba encerrados ahí. Por nuestro bien, decía.

Pero ya hace un mes que no viene, y con Tomás estamos preocupados. Se nos acabaron los víveres y, aunque intentamos, no podemos romper la puerta. Ni hablar del olor que hay.

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