321. Gobierno sanador

27 de octubre de 2024 | Octubre 2024

Miles de almas se amontonaban y aplastaban entre sí contra el escenario. Algunos con alcohol, otros con drogas, y otros con la mera ilusión de las creencias, se sometían a un estado de trance y vivaban al hombre que, desde allá arriba, se encargaba de ejecutar los milagros designados por Dios.

El escenario se había montado en la Avenida 9 de Julio, como para que no hubiera límites ni cupos. Serían horas enteras de milagros consecutivos, uno atrás de otro, que muchos necesitaban encontrar. Algunos, incluso, con algún miembro faltante de su cuerpo, que no perdían la ilusión de verlos regenerarse.

No faltaban luces, pirotecnia y pantallas del tamaño de edificios, además de vendedores de choripán, gaseosas y cervezas.

—Ahora, hermanos argentinos, vamos a hacer pasar a Daniela. Les pido un fuerte aplauso, para recibir… ¡Daniela! —gritó el sanador y una chica, en silla de ruedas, se acercó por el escenario hasta él—. Contanos, Daniela, ¿qué te pasó?

—Yo tuve un accidente muy fuerte, que me atropelló un colectivo, y desde ahí no pude caminar más —dijo la chica con el micrófono frente a su boca.

—Bueno, Daniela. Vos confiás en mí, ¿verdad? —preguntó el sanador y, aunque no le acercó el micrófono, la gente entendió que sí—. ¿Confiás en el poder de los santos espíritus? ¿De las fuerzas del cielo? Entonces, Daniela… Uno, dos, ¡tres! —dijo el sanador y la empujó de la silla.

Daniela hizo una perfecta pirueta por el aire, una medialuna y una doble mortal hacia atrás y rompió en un llanto que prefirió esconder detrás de sus manos.

—¡Un aplauso… Daniela! —dijo el sanador y el público estalló en algarabía.

La chica, aunque su imagen no se veía en las pantallas, se bajó corriendo del escenario.

—Ahora, hermanos, ahora vamos a recibir… ¡Aníbal! —y un hombre, curiosamente también en silla de ruedas, se acercó por el escenario—. Contanos, Aníbal —dijo el sanador y le acercó el micrófono.

—Yo estaba viajando en colectivo que, cuando atropelló a una chica, el colectivero frenó fuerte, y me la pegué con un caño. Desde entonces, no camino.

—Aníbal, ¿confiás en mí? ¿En las fuerzas del cielo? —preguntó el sanador y Aníbal asintió—. Uno, dos, ¡milagro! —gritó y lo empujó.

El grito de Aníbal se escuchó por los parlantes, aunque no tuviera un micrófono cerca. Una cámara tomó, apenas unos instantes, el rostro sangrado del hombre que se arrastraba por el escenario, sin recuperar su caminar.

—¡Hermanos! —gritó el sanador—. ¡Este hombre no confía! ¡Es un zurdo de mierda! ¡Arrójenlo a la multitud para que se encarguen de él!

Dos hombres se acercaron y recogieron el cuerpo de Aníbal que se resistía como podía. No les costó tirarlo entre la gente, que, en un alborotado torbellino, lo desmembró ante la mirada, en las pantallas, del resto del público.

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