Y otra vez los bocinazos, la batucada y el dele que te dele de los cantitos contra el gobierno, que ya ponían loco al pobre Durán, quien, vestido todavía con pantuflas y un pijama compuesto a base de ropa vieja, se disponía a desayunar acompañado de su hermana.
—Yo quiero un café con energizante, por favor —solicitó Durán al mozo.
—Yo un caramel macchiato con strawberry polen y dos cookies —pidió su hermana.
—Amor, ¿y si nos mudamos? —preguntó Durán cuando se fue el mozo—. Estoy harto de tanto quilombo que hay acá. No se puede descansar un minuto.
—¿Y a dónde querés ir?
—A un lugar donde la gente viva feliz, que no se queje tanto. Escuchá el volumen cuando abro la ventana —y entró una bola de sonido de insultos, bombos, cantos—. Es imposible vivir así. Estoy cansado de inventar reuniones en otros países para poder escaparme.
—Y bueno, vamos —contestó ella mientras estiraba una mano al costado para la manicura—. ¿Nos llevamos a todos los perros?
—Todos, no. Solo a Murray, Thor, Manuel, Luis, Milton y Sandy.
—¿No querés llevar a Santi?
—No sé. Se puede quedar con Robert y Lucas acá. Creo que va a ser más feliz.
En cuestión de días, pasaron de vivir una triste, amarga y ruidosa vida porteña por una mucho más tranquila, silenciosa y con algunos lujos menos.
Los primeros desayunos fueron mucho más placenteros, tanto que Durán se podía leer todo Twitter del mundo antes de arrancar a trabajar, a eso del mediodía o pasado el almuerzo, si se le volaban los minutos.
Pero, de a poco, día tras día, el canto de los pájaros empezó a transformarse por trompetas y batucadas, y “¿otra vez la misma mierda?” que se preguntaba él, con la expresión amargada.
Un jueves, Durán sintió que ese murmullo ruidoso se colaba por la ventana, y se acercó a mirar. Desde ahí, mientras su perro Manuel le olfateaba el rabo, pudo ver que se aproximaba una horda de cantantes con banderas y puestos de choripán a instalarse frente a su ventana.
