“Gracias por las cervezas, disculpen las molestias y que Dios se lo pague”, decía el mensaje que escribimos en una servilleta cuando nos escapamos, sin pagar la cuenta, de aquel bar de San Telmo una noche infinita del verano del 2007, cuando todavía se podía respirar en el verano porteño.
Orquestamos el escape lo más prolijo posible: el Flaco Farías tuvo que irse con cinco minutos de anticipación. Estaba en muletas, operado la semana anterior de una rodilla. El resto, hicimos todo lo que no debíamos, y salimos escandalosos. Pablo casi se lleva una silla hasta la puerta y también a la chica sentada en ella.
Una vez que estuvimos afuera del bar, comenzamos la carrera. El dueño y un mozo del bar salieron a corrernos, pero después de dos cuadras, desaparecieron de nuestras espaldas.
Cuando alcanzamos al Flaco Farías, a cuatro cuadras, estábamos jugados. Si llegaban a aparecer, teníamos dos opciones: agarrarnos a piñas (no lo haríamos, sabíamos que estábamos en falta) o pagar (y ser derrotados).
En ese año yo recién había terminado el CBC y estaba por comenzar la carrera de arquitectura en la Universidad de Buenos Aires, de la cual me recibí unos siete años más tarde. En ese tiempo yiré por varios trabajos hasta que empecé a laburar de lo que me gustaba el último año y medio de la carrera.
A poco tiempo de recibirme, me convocaron de un bar para hacer una remodelación. A mí me sonaba la dirección, pero no me avivé de que era el mismo del que había escapado con mis amigos hasta que llegué a la puerta.
Me atendió Rubén Gorostiaga, el dueño, con un aspecto genérico que, incluso con la misma ropa, podía ser taxista, estanciero, kiosquero o ingeniero civil.
—Disculpe, Rubén. Hace unos cuantos años, yo me escapé de acá sin pagar y, desde entonces, tuve un poco de culpa. El bar parecía que se venía abajo y nosotros, en realidad, podíamos pagar. Fue una travesura que… —empecé la confesión y me interrumpió.
—¿Del verano del 2007? ¿Vos tenías muletas? —preguntó.
—Ese era un amigo mío, el Flaco Farías.
—Pibe, gracias a ustedes todavía existe esto. Cuando salimos a correrlos, ustedes pasaron por al lado de un bolso lleno de dólares, abierto, en la vereda. No lo habrán visto, pero nosotros sí lo vimos. Yo le di la mitad al mozo, y con la otra mitad levanté deudas y me compré un departamento. Yo casi les debo la vida… “Que Dios se lo pague” —dijo y sonrió.
—¿En serio? —pregunté y asintió—. Bueno, de cualquier manera, yo siempre tuve algo de culpa desde entonces, así que me gustaría hacer el trabajo sin cobrarle más que los materiales. Al final, si no hubiera sido por la facultad, no habría podido saldar mi deuda.
—Que ya lo pagó Dios, pibe, ¿no oís? Si querés lavarte la culpa pagame las cervezas y listo. Tengo la factura enmarcada al lado de la caja.
