Qué día, hermano. Debe haber sido el peor del año, al menos para mí. Me desperté con el estómago como pisado por un caballo, no sé bien por qué, pero dolía como loco. Y a medida que pasaba el tiempo me sentía peor. De tan fuerte, avisé que faltaba al trabajo y agarré el auto para irme al médico. Al principio me la bancaba, pero al ratito ya me doblaba del dolor.
Mi barrio está entre autopistas, y es casi imposible llegar al hospital municipal por los caminos de tierra, rurales y sin mantenimiento, así que agarré la autopista que me llevaba más directo. Ni bien llegué al peaje aparecieron los problemas:
—¿Tenés para acreditar la condición de clase? —preguntó a la chica del peaje.
—Sí, acá está —y le mostré mi constancia.
—Ah, no, pero esta autopista es para clase alta, nomás. Está hecha por ingenieros. Vos tenés que agarrar aquel —y señaló la colectora, que no reparaban hace mil años, toda destruida.
—Perdoname, es que me siento pésimo —rogué compasión.
—No, disculpame, no puedo. No me permite el sistema.
“La concha de tu madre”, dije bajito, y fui por la colectora, a paso lento, comiéndome bache atrás de bache, que me daba más dolor, hasta que llegué al hospital.
Y ahí, la misma situación. Me pidieron constancia de clase y yo avisé de antemano que no decía “clase alta”. La cara del recepcionista se transformó como si lamentara la llegada del octavo boludo en la última media hora que quería atenderse.
—Acá solo atienden profesionales —contestó serio.
—Sí, ya sé, pero igual… por favor —supliqué casi tirado sobre el mostrador.
—Los profesionales son solo para clase alta, si no tenés la condición, no podemos hacer nada.
—Te puedo pagar algo a vos, y al médico, así me ven. Por favor, no me registren, pero atiéndanme.
—Mirá, te anoto acá el teléfono de un curandero. Vive acá, bajando por esta, unas cuatro cuadras, y cuando veas el kiosco verde, doblás a la derecha, media cuadra de mano izquierda. Lo vas a ver. Él puede atender a todos.
—¡Pero son un hospital público, hijos de puta! —acompañé el grito con un golpe al mostrador que partió el vidrio.
Me sacaron y fui, como pude, hasta lo del curandero. Dijo que era apendicitis, me dio un palo para morder y me abrió sin anestesia. Sacó un pedazo de mi cuerpo que no sé qué era. Después me cobró una fortuna y, de buen tipo nomás, me ayudó a subir al auto. La herida cada tanto se me abre, pero, al menos, no duele tanto.
