Cuando Analía se fue a vivir al Calafate yo ya sabía que era para problemas. Y le había avisado, un poco en broma, un poco en serio, como soy yo, que estas cosas iban a pasar. Y bue. Qué va a hacer. Fue hace mucho. Todavía vivía Florentina, no me imaginaba que algún día iba a quedarme solo. Era joven. Más joven que ahora.
En cuanto mi yerno me avisó del accidente, decidí salir para allá. No lo dudé un segundo. Iba a agarrar el coche, que lo tengo en venta, pero no me animé. Ya no puedo manejar porque de un ojo no veo. Con Florentina me animaba a salir igual: tres ojos ven mejor que uno y que dos, pero desde que ella falleció, no volví a intentarlo. Por eso está en venta.
Me armé un bolsito así nomás con un par de mudas de ropa, saqué toda la plata del cajón, y me fui para Aeroparque a tomar un avión.
Cuando me bajé del taxi, se me acerca un muchacho y me pregunta a dónde voy.
—El Calafate —le digo.
—Perfecto, señor, tenemos pasajes disponibles, sale ahora, cuesta veinte mil, la mitad de lo que le sale cualquier empresa —hablaba rápido y como de corrido, no pausaba nunca, y yo tardaba en entender todo.
—¿Mitad que Aerolíneas? —le pregunté. Me pareció raro.
—Debe ser el diez por ciento que Aerolíneas —me dijo y yo pensé que había un descuento por jubilado, alguna cosa de esas.
Entonces me llevó por afuera, ahí al costado del aeropuerto, a una boletería de ellos.
—Un pasaje al Calafate —le digo.
—¿Cafayate? —me preguntó. No me habría oído bien.
—Ca-la-fa-te —repetí lo más fuerte que pude, como para tapar el ruido de los aviones que despegaban y los coches de la avenida.
Me quedé ahí parado, a un costado, y a los cinco minutos llamaron el número que correspondía a mi vuelo. Me acerco y era una camioneta.
—¿Esta nos lleva al avión? —pregunté y el chico que cortaba el pasaje se rio, pero no contestó y me hizo subir.
Como no llegábamos más al avión, y a mí los coches me dan modorra, me quedé dormido. Cuando me desperté ya era muy tarde, no estaba ni siquiera en la ciudad.
Le comenté al chofer y él me dijo que no me preocupara, que iba a destino.
En eso, pasadas unas horas, cuando ya me había entregado a viajar en esa lata calurosa, aparece un control de policía con un perro. Revisaron y el perro empezó a ladrar a un bolso. Lo abrieron y estaba lleno de cocaína. El chofer les dijo que ese bolso era mío, aunque yo había visto que lo tenía él y que lo abría en cada parada.
Me detuvieron, en Salta, porque al final la camioneta ni siquiera iba a donde yo quería. Yo dije que no era mío, pero le creyeron al chofer y me engrupieron todos, desde el que vendió el boleto hasta el policía. Me largaron recién cuatro días más tarde, sin mi bolso.
