Mi viejo fue leñador, mi abuelo fue leñador, igual que su padre y su abuelo y todas las generaciones con mi apellido durante siglos, desde que los primeros se instalaron en estas tierras. Mi familia se encargó de la leña de este pueblo y tantos más. Los inviernos más crudos fueron superados por los calores de esta familia, de estos músculos que trozaron los troncos.
Pero esa tradición va a acompañarme a la tumba y al cielo, o al lugar que Dios me asigne, el que me toque según mis errores. Cuando nació Violeta quedé viudo, a cargo de ella y de los dos varones, Sebastián y Ulises. Pobre Violeta, lo que sufrió. Todavía se me remueven las tripas y se me tensan los músculos cuando me acuerdo.
Mis hijos tenían quince y trece, ya eran grandes, cuando los empecé a meter en el trabajo familiar. Un error que ningún dios puede perdonar y yo nunca imaginé.
Ellos siempre habían visto cómo mis hermanos y yo trabajábamos. La mano izquierda en la parte baja del mango, la mano derecha cerca de la cabeza del hacha, el movimiento por detrás de la espalda, sobre el hombro y la dirección del golpe, constante y seco.
Nosotros, los grandes, usábamos motosierras. Pero a ellos no les dejábamos usarlas. No por peligroso, si podían usar cualquier otra herramienta. No: para que aprendan cómo es el trabajo artesanal, el histórico, el que trajo a la familia Andrada hasta donde llegó. Y el único por el cual uno puede hacerse llamar leñador.
Eran buenos chicos, en realidad, ellos. Nomás que… tenían eso, en la mirada, cuando apretaban los párpados.
Me acuerdo que escuché adentro del galpón que Sebastián decía “ahora me toca a mí la motosierra”, y que Ulises decía que no, mientras de fondo sonaba un gimoteo como de perro apaleado. Era Violeta, amordazada.
Entré en el galpón y la vi atada, sangrada. Habían empezado por las piernas y también las manos. Sebastián, que hasta ese momento usaba el hacha, se alejó de Ulises, como si estar más lejos de la motosierra le lavara las culpas.
No llegué a pensar. Tenía mi hacha ahí, en la mano. Fue cuestión de segundos, dos golpes de por medio, y estaban los dos muertos en el suelo. A Violeta, pobrecita, llegué a desatarla, pero no tenía destino. Tuve que sacarla del sufrimiento.
