Día a día, Rodrigo buscaba un sucucho distinto del enorme edificio del ministerio donde esconderse y tirarse un rato a dormir o dedicarse a las causas que tenía como abogado. Recibido hacía poco tiempo, aún no había armado una gran cartera de clientes, pero sí los necesarios como para dedicarles algunas horas diarias.
Como no le alcanzaba con la cantidad de tiempo que le robaba al Estado, tenía que seguir con su trabajo de letrado por las tardes, mientras cuidaba a sus hijos o se encargaba de que hicieran la tarea, llegando al punto de sobornarlos para que hicieran silencio durante sus videollamadas con clientes.
La digitalización de las causas provocada por la pandemia le daba la chance de tener el ejercicio abogadil al mismo tiempo que mantenía la mayor parte de sus ingresos desde el ministerio, pero los tiempos de la vida no le alcanzaban para hacer bien ambas tareas.
—¿Alguien sabe dónde está Rodrigo? —era la pregunta que su jefe hacía casi a diario en la oficina. A veces, le agregaba un insulto.
Cuando por fin aparecía, con los ojos hinchados de la siesta o enrojecidos de trabajar con el celular escondido, enfilaba directamente a la oficina de su jefe, que ya no sabía cómo pedirle que cumpliera con su trabajo.
Rodrigo recibía, entonces, reiteradas explicaciones y órdenes atinentes al trabajo del ministerio, como si no tuviera veinte años en la oficina y conociera al dedillo los trámites a su cargo.
Por ser funcionario de carrera, con un salario abultado, a Rodrigo se le exigía que, al menos, cumpliera con lo que correspondía, sin sobresalir ni lucirse. Lo justo y necesario como para justificar el salario y que el Estado cumpliera con sus obligaciones.
A pesar de eso, su calidad laboral empeoraba. El desgano y la vagancia con la que trabajaba lo llevaron a ser el ejemplo nacional del ñoqui.
Idolatrado por algunos compañeros y detestado por otros, sin medias tintas en las apreciaciones que sentían por él, Rodrigo comenzó a generar mal clima de trabajo adrede.
Hacía pequeñas maniobras y camarillas en la oficina para generar broncas entre el personal. Escondía pertenencias de una compañera en el escritorio de otra y desperdigaba falsas acusaciones entre otros tantos compañeros.
Cuando fue descubierto, su jefe advirtió que la situación no daba para más. Le dijo que se acercaba un retiro voluntario del ministerio y que a él se lo ofrecerían, que desde la oficina de personal habían estipulado una cifra de varios millones de pesos para ofrecerle.
Ese día, Rodrigo salió a festejar como nunca. Tanto esfuerzo al fin pagaba. Le dijo a su esposa que no volvía, que tenía que resolver un tema en la oficina, contrató una habitación de hotel y putas. Invitó amigos y salieron a dársela en la pera hasta la madrugada.
Tras dos semanas sin asistir a la oficina, recibió una notificación del despido con causa (y sin indemnización) del ministerio. Cuando llamó para averiguar de qué se trataba, se enteró de que no había ningún plan de retiros voluntarios.
