Las risas y las flores. El verdadero éxito. La plata, no. O sea, sí… digamos, también. Pero, no. Ya no. Qué difícil. Nunca pensé que fuera a sentirme así, tan… olvidado. Como si fuera un liliputiense, un burro ignorante sin destino.
Recuerdo mi primera función. Calle Florida, peatonal. Tenía, digamos, una peluca alborotada, roja, que llamaba la atención. Y la cara bien maquillada por mi hermana. Fue, digamos, la única espectadora ese día. No gané nada.
El segundo fue mejor. Me acuerdo de un grupo de adolescentes, recién salidos del colegio, que me vivaron. Fueron los primeros. Gracias a ellos, otra gente se detuvo a ver mi espectáculo y, ahí sí, empezó mi carrera.
Cada vez que montaba mi escenario, o sea… mis globos, cajas y telas, se armaba un alboroto alrededor mío. La peatonal era toda mía, y las risas tapaban el ruido del tránsito. Oficinistas que bajaban solamente a verme a mí. Una estrella.
A todos lados donde iba, furor total. Zoológico, shopping, cines, todo. Cada lugar donde montaba mi espectáculo repleto de niños y adolescentes, pero también de adultos. Ahí me di cuenta que era especialista en generar riqueza sin dinero.
Lo que vino después, digamos, fue culpa de esas ratas ensobradas del gobierno y su política de censura, sin dudas. La gente dejó de frenarse en la peatonal a verme.
El del puesto de diarios, ese excremento humano comunista, me dijo “tu show es siempre igual, ya no divierte, no atrapa. Tendrías que cambiarlo”. ¿Cambiarlo? Ja. ¿Acaso a los Rolling Stones se les dijo que cambien su show? ¿Que cambien sus temas?
Para eso, o sea, digamos, que haga su propio espectáculo él, si tan bueno. Ja. Falacia ad populum. Que lo haga y lo voy a aplastar como a una cucaracha. Me envidian porque tengo nivel internacional. Liliputiense, diariero mogólico.
Igual que los niños ideologizados que ya no se ríen conmigo. Me dejaron solo con los cirujas de la peatonal, los vagos. Hijos de puta. Sin risas ni flores.
