0. El cadalso

17 de febrero de 2024 | Diciembre 2023

El padre había convocado el día anterior. La cita era en la plaza. Esta vez, al caer el sol, con antorchas. Si no entendí mal, la sentencia no era la hoguera. Pero se había elegido ese horario porque era un espectáculo especial. Tanto como para que fuera recordado la eternidad venidera. Algo así decían.

Según las bocas de mi zona, el condenado era sorpresa. Para todos, sin excepción. Escuché que lo ocultaban con intenciones macabras. Era un arma de doble filo: un condenado sorpresa podía hacer mermar o crecer la convocatoria. Lo seguro era que querían redimirse. Las últimas ejecuciones habían sido bastante poco espectaculares y hasta nos anoticiamos que en más de una oportunidad la víctima no era verdaderamente culpable. Fortuna. Maldita fortuna.

Sin embargo, abundaban las teorías: un ladrón, que llevaba robándonos a todos muchísimos años, sin que lo advirtiéramos; un homicida, tantos cadáveres en su haber como pueda imaginarse; un hereje, brujo, que mediante el engaño le secuestraba a uno el futuro en su propio bien.

Mi familia había preferido quedarse: caía un poco de lluvia y el frío helaba hasta los huesos. Además, a Jean, el mayor, se le había roto el calzado, y andar a pie desnudo por el empedrado (corriendo, como siempre hacen los niños en grupo), tenía destino doloroso.

Soy, sin dudas, un hombre de bien. De nombre Antoine Dumont, herrero de profesión. Actualmente, contratado por la corona para la confección del armamento que necesita el regimiento fronterizo. No tengo tanto trabajo últimamente. Las nuevas formas de preparar el metal lo han hecho más resistente y no hace falta renovarlo. Al mismo tiempo me encargo de mantener varios herrajes de la ciudad, sobre todo de animales de tiro para el arado y para el transporte. Algo también de las estructuras de resistencia ante una posible invasión. Pero estoy relajado.

Por fuera de eso, también respeto a mis superiores: a la Iglesia, al Santo Padre, a la corona y al marqués. Un hombre de bien.

Cuando llegué, aún no había comenzado. No reconocí a mi vecino Jean hasta que se sacó la capucha para descubrir su rostro frente a mí. Lo saludé y a su familia, y luego continué hasta estar un poco más adelante. Había llevado un tomate para tirarle al condenado, y no iba a acertarle desde tan lejos.

Al poco tiempo comenzó el ritual. El condenado subió con los brazos atados a su espalda, desnudo de torso y desde la mitad de los muslos hacia abajo. Tenía la cabeza tapada por un saco negro, atado con soga. Y se le veían golpes en el cuerpo, incluso algunas gotas y surcos de sangre.

El padre subió al cadalso. Lo presentó. Se le acusaba de todo lo que el ser humano debía aborrecer en la tierra, dijo. Era tan ladrón como holgazán y, sin saberlo, a costa nuestra vivía a puro lujo. Las ínfulas alrededor empezaban a caldearse y ya algunos arrojaban tomates, huevos, lechuga. Yo no. Esperaba el momento preciso en que descubrieran su rostro para atestarle el tomate entre los ojos. Esta noche, continuó el padre, expugnamos de nuestro pueblo el mal mayor y retornaremos a ser el faro de luz que supimos ser hace cien años. No hay más alternativa que arrancar de nosotros a los parásitos y los piojos. El condenado se agitó, quiso desatarse. Recibió golpes que todos festejamos. De tan apiñados que estábamos frente al cadalso, me sentía apretujado y algo dolorido. El padre continuó: debemos deshacernos de esta lacra. Será doloroso, pero luego veremos florecer el campo con la satisfacción del Señor en nuestros hombros. Muerte a la lacra, gritó. ¡Muerte!, repetimos.

El condenado fue golpeado aún un poco más y luego sí, una vez en sus rodillas, el padre se acercó a él. Primero lo orinó, aunque la lluvia también aumentó, y luego, anunció: Pueblo hermano, les presento al condenado: Antoine Dumont, dijo, y de un solo movimiento retiró el saco de mi cabeza. 

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