El senador Lucena, una vez enterado de que se implementaría un protocolo de control de concurrencia al Senado con el objetivo de despedir a quienes no cumplieran con sus obligaciones, pidió a un asesor que le consiguiera el teléfono de la Dirección de Recursos Humanos. Cuando lo tuvo, interrumpió su jornada para hacer el llamado.
—Recursos Humanos, buen día.
—Hola, ¿qué tal? Habla el doctor Lucena. Quería averiguar cómo tendría que hacer para presentar mi renuncia.
—Gusto de oírlo, doctor —sonrió Melina, la empleada, al otro lado del teléfono—. ¿Va a renunciar? ¿Pasó algo?
—Y, por este tema, viste… de los presentes. Antes de hacer un papelón, me voy solo —contestó Lucena. En el micrófono del teléfono se colaban graznidos de gaviotas y el oleaje del mar.
—Acá está su gin tonic —escuchó Melina en la voz de otra mujer.
—Muchas gracias —susurró el senador.
—Doctor, pero esto es para los empleados nada más —afirmó Melina.
—¿En serio? Mirá qué buena noticia —dijo y empezó a reír—. Ya me la veía negra. Menos mal que me avisaste. Te voy a llevar unas medialunas ahí para la oficina. El lunes. El que viene no, el otro lunes.
—No hace falta, doctor —contestó Melina, condescendiente—. Que tenga buen día.
Después de cortar, el senador Lucena se empezó a reír, tentado en la reposera del balneario.
—¿Y? ¿Qué te dijo? —preguntó una chica, veinte años más joven, que tomaba sol con él.
—No pasa nada, mi amor. Falsa alarma —sonrió Lucena—. Ah, pero vos sí —cambió el tono por uno más serio—. Tenés que volver mañana o bancarte el sumario que te hagan por las ausencias.
