La seducción de melodías y voces dulces capaces de transformar cualquier situación en escenas de cuentos de hadas, le daban a Lucila una sensación de adormecimiento y entrega en cuerpo y alma que nunca había sentido. De un minuto al siguiente, parecía abstraerse del mundo terrenal y traspasarse a un escenario onírico donde todo se presentaba armonioso y feliz.
Esos cantos se le aparecían a Lucila en cualquier momento y lugar, que no tenían ninguna conexión aparente entre sí. La primera vez que se le presentaron ocurrió cuando ella desayunaba en un bar la promoción del café con leche y dos medialunas. Reconoció en el canto la frase “tenemos de sobra gobernabilidad”. Miró a su alrededor para ver si el resto oía lo mismo, pero todos parecían atentos a sus cuestiones. Entonces, volvió su mirada al diario en papel al costado de la taza, con los cantos aún de fondo.
No compartió la experiencia con nadie. Le resultaba difícil explicarlo y que la entendieran; al menos, sin tratarla de loca.
La siguiente, fue durante un acto del espacio político donde había empezado a militar hacía poco tiempo. Los cantos del público y la música que ahí sonaban, de golpe, se transformaron en la marcha peronista. No con las voces de una multitud popular, sino, otra vez, desde esa voz angelical que la adormecía.
Su reacción fue una risa, genuina, como si se tratara de un broma organizada por vaya a saber quién; algo irónico, quizás. Cuando el sonido ambiente original regresó, disimuló que no había pasado nada, como para que no lo advirtieran sus acompañantes.
Pasados unos días en los que vivió episodios similares menos relevantes, mientras participaba de una reunión con asesores de funcionarios jerárquicos, Lucila oyó nuevamente ese canto hermoso que la adormecía. En sus palabras creyó distinguir las frases “bastante nos acercamos a tus ideas”, “de los zurdos ya nos libramos”, y “no tiene nada de malo sentarse a hablar”.
Un tanto alarmada por creer que estaba enloqueciendo, y otro tanto hechizada por el encanto que la atraía, salió de edificio directamente a buscar el origen de la música.
Caminó largas cuadras, sometida al placer del canto que le hacía ver las mejores escenas que en su vida había imaginado. Lo que para Lucila hubiera resultado asqueroso en cualquier otra circunstancia, ahora le daba un hormigueo feliz y excitante.
Finalmente, llegó a una unidad básica desde la que brotaba el sonido, ahora más fuerte y más dulce que nunca. Entró sin golpear y vio, sentado en una mesa, a un hombre gordo, cuyo cuerpo finalizaba en una cola de pez, mientras cantaba feliz y cuidaba, a un costado suyo, un choripán.
