El colegio había dispuesto que un aula sería destinada únicamente al castigo de los alumnos con mala conducta. La duración de la condena dependía directamente del tamaño del daño realizado por el o la estudiante en cuestión. De alguna manera, pensaba el rector, los preparaba para la vida real, dándoles una muestra gratis del sistema penitenciario en una versión light, quitándoles nada más que la poca libertad que se puede tener en un colegio y los recreos que hubieran correspondido de no haber sido por el castigo.
El Pabellón de Sancionados, donde se amontonaban los pupitres más castigados por garabatos, chicles, golpes y demás, esa mañana estaba solamente habitado por Nazareno. Había apretado a otros chicos del colegio para que le dieran plata, bajo amenaza de hacerles alguna maldad que les costara más cara que el monto que él pedía.
Gabriel, su preceptor, enterado del caso y teniendo la autoridad en sus manos para aplicar la pena correspondiente según el Código de Convivencia del colegio, le ordenó ir a pasar la jornada entera en el Pabellón.
Después de estar apenas unos minutos encerrado, encontró la manera de abrir la puerta, usando un fierrito que arrancó del estante de pupitre. Como no podía volver al aula, decidió esconderse en un baño donde, aunque tenía menos espacio, podía satisfacerse con la rebeldía y el escape de las garras del preceptor. Una conquista adolescente.
Ahí estaba, en su encierro elegido, navegando en redes sociales, cuando, de pronto, escuchó el canto de Tomás, el jefe de los preceptores, que acababa de entrar al baño. Justo en ese momento a Nazareno le dieron unas incontenibles ganas de estornudar. Aunque intentó contraer los músculos de la cara, no pudo evitar un estruendoso estornudo.
—Salud—dijo Tomás, al otro lado del cubículo. Y, como no tenía respuesta, insistió—. Salud, dije.
—Gracias —contestó Nazareno, delatándose por la voz.
—Ah, Nazareno —dijo Tomás, con un oído a prueba de balas. Nazareno veía sus pies al otro lado del cubículo y sentía su respiración casi sobre la puerta de madera—. ¿No tenías turno en el pabellón?
—Sí, pasa que me dieron ganas de ir al baño, justo y…
—No hay baño para los que están en el pabellón. ¿Quién te dejó salir?
—Nadie —se sinceró Nazareno.
—¿No estás incómodo ahí? Andate a tu casa, nene. Yo te doy permiso. Si pregunta Gabriel le digo que te sentías mal.
—¿En serio? —Nazareno abrió la puerta.
—Sí, no pasa nada. ¿Tu viejo sigue teniendo el negocio de los departamentos?
—Sí…
—Bueno, lo llamo en la semana. Sin contarle nada de esto, tratá de que sepa que te hice un favor, ¿sí?
—Está bien —contestó Nazareno y se fue apurado.
