José sabía entretener a los niños y niñas de la familia con sus cuentos e historias que atrapaban su atención y les hacían aprender una infinidad de lecciones que les servían para la vida. Y, aunque José les dedicaba su tiempo a entretenerlos en las enormes reuniones familiares, no todos los infantes llegaban a tener confianza y cariño por él.
Sus historias no siempre tenían un desenlace feliz. Él decía que así los preparaba para el futuro, que los dramas, la comedia, el terror y el romance eran igualmente importantes.
El público, por su parte, se renovaba con el paso de las generaciones y quedaba marcado por sus relatos, entre los que se destacaba uno. Era tan cruel y brutal que la familia le había pedido no volver a contarlo.
No se ocultaba su existencia. Pasaba de boca en boca lo que contaba la historia, pero no se quería repetir con el lujo de detalle que José ponía en sus palabras al punto de marcarse la memoria y la piel de su público.
Sin embargo, a pesar de la prohibición, José tentaba al destino. Algo en él le brotaba para volver al relato. Era prácticamente su favorito. Lo susurraba a escondidas, a algún que otro sobrino o nieto nuevo, emocionado hasta el punto de sentir un cosquilleo en el cuerpo.
Durante una fiesta, después de mucho tiempo y como si no tuviera la carga del pasado encima, José se animó a contar, una vez más, la historia de terror que no debía. Volvió a sentir la misma adrenalina al ver el terror en los ojos que lo observaban, sin imaginar que, después de oírlo, esa generación no permitiría nunca más el terror en sus historias.
