En el colectivo al laburo me dediqué a contar los puestos de diarios de la Avenida Corrientes desde Once hasta El Bajo. Los de mi ventanilla, claro, y algunos que pescaba, del otro lado, a través de los pasajeros. Y, confieso, sumé uno sobre Callao y otro en la 9 de Julio. Conté por un lado los abiertos, y por otro los cerrados. Ganaron los cerrados 31 a 9. Aclaro que no sumé por error ninguno de los floristas. No era tan temprano para que estuvieran cerrados; serían pasadas las siete y media. Puestos abandonados, perdidos en el olvido, sin alma.
Bajé del colectivo cuando dobló en Alem y volví, caminando, hasta el último puesto de diarios que había visto abierto y me detuve a ver su exhibición de diarios, revistas, libros y hasta juguetes. El diariero, un tipo entrado en años, interrumpió las palabras que compartía con otro hombre de setenta y tantos, que podía ser el chofer del taxi estacionado detrás del puesto.
—¿De qué año sos, pibe? —me preguntó el diariero, acomodado en el mostrador sobre sus codos, con un diario delante suyo.
—Del cuarenta y siete —le contesté.
—Ya te veía cara de pendejo —contestó el diariero, casi riendo.
—¿Y esto? —pregunté señalando un diario.
—El último de La Razón, una ironía de la vida. No valía nada antes y ahora tampoco. Pero algún día va a pasar el coleccionista que lo quiera comprar y me voy a hacer rico —soñó el diariero.
—Te ofrezco una luca —bromeó el taxista.
—Antes me tomaba el 9 para ir al trabajo y ahí en el Metrobús saltaban dos pibes en el colectivo a repartir —recordé—. No me acuerdo si La Razón o El Argentino. Qué sé yo, son todos iguales… si lo que importa son los policiales. Ahí sí, llegaba al trabajo y me ponía a leer con un café o un mate. O con agua, si pensaba que las anteriores me iban a mandar a cagar.
—¿Y por qué no te llevás un diario? —sugirió entrañable el diariero y se apuró a aclarar—. Además del libro…
—Mucho laburo hoy —lamenté. Era cierto—. Otro día puede ser. Nomás que me bajé como tres paradas antes, pero algún día paso.
—Agradecé que tenés laburo, pibe —relució la sabiduría el taxista—. Con lo que falta. Mirá, mirá esto —agitó un diario en la mano y señaló una noticia—. ¡Le compramos fierros a los yanquis para que nos vengan a pegar a nosotros! Antes te reprimían, pero… por lo menos, era nacional, viejo… —y abrió un brazo al cielo.
—Pará, che —se apuró el diariero—. Capaz que el pibe votó para que a vos te caguen a palos y le gusta —le dijo a su amigo, aunque me miraba a mí, como para que cantara mi voto.
—No, para nada —contesté sonriendo—. Al contrario. Soy de los que “no la ven”…
—Yo sí la veo —dijo el taxista—. Pero es negra, fea, y peluda. Mirá esta otra —y pasó algunas páginas del diario atrás y adelante hasta que la encontró—. El ministro: “Argentina se va a poner más cara en dólares”. Y claro, boludo. Somos nosotros lo que no entendemos que ahora hay que cobrar así, en rúcula, taca taca —ironizó.
Y el diariero, con un semblante serio, y la cabeza algo ladeada, dijo:
—Nosotros ya nos vamos, pibe, pero vos… Agarrate fuerte —y envolvió los labios.
—Subite al coche, nene, dale. Te alcanzo… pero me pagás el gas.
Me quedé callado, sin saber si subir al taxi o caminar.
—Llevatelo, haceme el favor —dijo el diariero volviendo su mirada al mostrador y no entendí a quién se lo decía, pero subí al taxi.

