210. Peluquería

7 de julio de 2024 | Julio 2024

Es falso que las peluquerías fueron creadas nada más que para los chismes. Porque, en honor a la verdad, cortarse el pelo, como para zafar, lo puede hacer cualquiera en su propia cabeza o, si hace falta, alguien que tengamos de madre, amigo, hermano o lo que sea con tal de que pueda manejar un par de tijeras.

El chisme es lo que viene de compañía, de relleno, algo fortuito que se adhirió al objetivo principal: el espionaje.

Un ámbito construido para que un corte de pelo, que debería durar no más de veinte minutos, se estire durante horas y horas, con productos de cualquier índole que se suceden nada más que para estirar en el tiempo la privación de la libertad ambulatoria (en este caso, de manera voluntaria), hasta que se largue la información.

Es de ahí que cobran las peluquerías lo necesario para mantenerse, más que del precio de un siempre imperfecto corte de pelo. Y no solo venden la información a los servicios de inteligencia. Puede comprarla quien la quiera y pague por ella. De hecho, se dice que el conflicto entre Montoneros y el ala sindical del peronismo empezó por una información falsa de un peluquero de la calle Solís.

Eso sí, entre toda la pavada de los chismes, a veces se cuela información sensible. Y lo hace de forma tan escurridiza que ni siquiera se nota. Eso mismo le pasó a Patricia Castro, peluquera en el barrio de Recoleta.

La señora Pilar Bengochea vivía en la esquina. Iba casi todos los meses a hacerse alguna cosa en su cabellera. Más que nada a gastar dinero y pagar por una oreja que tuviera ganas de escucharle desembuchar lo que las paredes del barrio oían.

—Patri, el otro día la vi acá sentada a Mercedes Martínez Dubois, ¿te dijo algo? —Pilar usó un tono de complicidad.

—¿De qué? —preguntó Patricia, que largaba solamente la información necesaria para generar el ámbito de confianza.

—¿Cómo de qué? Está peleada a muerte con María Paz Ansaldi, porque tienen un tema de sus maridos, que no se en qué se andan midiendo el tamaño y la billetera, un tema de economía. Ellos dos se conocen hace como veinticinco, treinta años, por esto de la política. Pero el esposo de Mercedes se burla del otro porque dice que es como un burro de tan tonto.

—¿Así le dice? —preguntó Patricia, que usaba preguntas cosa de ganar tiempo para repetir la información dentro de su cabeza y retenerla.

—Sí, pero pará, eso no es nada. Porque en realidad Mercedes coqueteaba con el esposo de María Paz y dicen que los agarraron en el acto… —Pilar terminó la frase en un susurro.

—¡No! —se sorprendió Patricia.

—¡Sí! Por eso también se tienen envidia. Uno por el tamaño de la billetera, otro por el de la… bueno, así. Igual los dos son cornudos, ya te lo firmo. Pero ahora, hay que remodelar el edificio porque una parte de las cocheras parece que la quieren sacar, y éstas dos están una en contra de la otra. Se odian tanto que, si una se pone de una vereda, la otra, aunque esté de acuerdo, se pone en contra.

—Ay, no me dijo nada. Mirá vos… —mintió Patricia, porque a nadie le sirve una oreja que ya sabe el final de la historia.

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