Me desperté orinado. Casi bañado en pis. Será por las nuevas pastillas que me recetó que no llegué a despertarme. Pero me acuerdo entero el sueño que tuve. Como si hubiera sido real… Qué desilusión despertar y ver que nada de lo que yo había visto era cierto. Sea como sea, le anuncio que voy a dejar las pastillas. Eso que usted llama cordura y conciliar el sueño no vale tanto como para volver a sufrir la caída desde de la cima del mundo a estar bañado en pis en mi cama al abrir los ojos.
El sueño empezaba conmigo dando una conferencia ante un auditorio colmado en Viena, donde todos vestían trajes negros. Yo también usaba uno negro y me hacía ver mucho más delgado. En mi exposición disertaba sobre las funciones derivadas del crecimiento económico, o sea, de acuerdo con el teorema de Levi’s aplicado en monopolios radiculares. Algo totalmente novedoso.
En eso estaba, cuando un joven Hayek se levantó de su asiento y con gran violencia me atacó a gritos afirmando que mis planteos tenían vicios de la escuela clásica, que yo era un empobrecedor y que le estaba faltando el respeto a los presentes.
Quedé mudo al ver al hombre que yo admiraba, siendo él quien estaba escuchándome en mi disertación y con veinte años menos que yo. De pronto la situación se tornaba desfavorable y todo el auditorio me reprochaba y atacaba.
Pareto se apareció a un costado del escenario y me llamó chistando. Me acerqué a él y me dio un rulemán apenas más pequeño que la palma de su mano. Me lo dio como si fuera, digamos… secreto. Yo esperaba que me ayudara de alguna manera a sortear la situación, pero él no hacía nada, solamente asentía.
De pronto, el público, entero, se había levantado de sus asientos y se abalanzaban contra mí, me aplastaban. Entonces aparecí en el mar… creo, digamos, que ahí fue que… lo que le dije en un principio. Y yo nadaba, bueno… como perro, porque no sé de otra manera.
Después de un rato aparecí en una isla, donde no había nada más que una fábrica apagada, silenciosa. El dueño, digamos… lo conocí, fue muy amable. Me contó que era una fábrica de alfileres. Y que se les había roto un rulemán particular, pero cuando fueron a comprarlo, el dueño de la fábrica de rulemanes, que tenía el monopolio, le dijo que se lo vendía a cambio de la fábrica de alfileres.
Entonces yo saqué el rulemán de Pareto de mi bolsillo y le dije “¿acaso este es el rulemán que usted necesita?”. Mi sonrisa era enorme, y la del dueño de la fábrica de alfileres también.
—¡Qué alegría, usted tiene el rulemán que yo necesito! —festejó él.
—¿Verdad que sí? Se lo doy a cambio de sus ganancias de todo el próximo año.
Él aceptó feliz y los dos logramos un buen negocio. De esa manera, al resolver yo el problema de la fábrica de alfileres y reactivar la producción, había cambiado el orden de la economía.
La fábrica entera me vivaba y fui condecorado con el Premio Nobel de Alfiletero ante un auditorio colmado. Entonces desperté y el sueño terminó. Y yo estaba orinado.
