189. Desamparo  

17 de junio de 2024 | Junio 2024

Llamarlo pueblo era demasiado para ese rejunte de casas perdidas en medio de horizontes infinitos, apenas estorbados por las siluetas de los árboles. Apenas se comunicaba con el resto del mundo por un camino de tierra intransitable los días de lluvia. Menos de veinte familias vivían ahí casi como si se hubieran perdido en el tiempo, con tecnología precaria y recursos escasos, regidos por tradiciones inquebrantables y una religión nacida de una mixtura entre la iglesia del pueblo, allá lejos, y preceptos locales.

Toribio tenía trece años la primera vez que había sido víctima de abuso. Ese día, mientras acomodaba la cosecha de tubérculos con Álvaro, de cuarenta y dos, había sentido que le tocaba el culo y, unos segundos después, el cuerpo de Álvaro entero contra el suyo. Una mano le recorrió el torso y se metió por debajo de su pantalón. Toribio no supo qué hacer, quedó petrificado.

Algo en él le decía que debía sentir vergüenza, y por eso escondió la experiencia para sí. La escena se repitió varias veces, en el mismo lugar. Entrar y salir rápido, antes de que Álvaro lo hiciera, le ganó salvarse algunos días. Intentar resistirse, no: lejos de frenar a Álvaro, lo motivaba a ir más allá.

Del manoseo pasó a la desnudez de ambos, luego a la masturbación, luego sexo oral. La rebeldía le nació un día que se plantó y se llevó un ojo morado con una advertencia:

—… y no digas nada porque el puto sos vos —lo señaló y lo dejó solo desnudo, tirado en el piso, lleno de tierra.

Así siguió un tiempo más, hasta un día, a los diecisiete, la lluvia se convirtió en el aliado clave de Álvaro. El repiqueteo en el techo de chapa apagaba el llanto de Toribio mientras era penetrado. Él no salió de ahí hasta la noche.

Pidió dejar de trabajar en la cosecha y hacer otra cosa, pero la respuesta fue negativa. Entonces, triste y temeroso por lo que fuera a suceder en su futuro, Toribio le contó a su abuela Lidia lo que había vivido.

Ella lo miró hasta el fondo de sus ojos, seria, casi sin parpadear. Parecía sentir el relato en su propia carne. Lo dejó hablar hasta que terminó.

—Lo lamento mucho, hijo.

—¿Y qué hago, abuela? —preguntó él, con los ojos hechos lágrimas.

—Nada. ¿Qué vas a hacer? Es así. Menos mal que te tocó Álvaro y no Crisólogo, que él la tiene mucho más grande. Si no, preguntale a tu amiga Brisa.

Toribio no pudo esconder en su rostro que tenía expectativas de algún consejo que lo sacara de esa situación. Entonces, Lidia se acercó a él, lo abrazó de costado y dijo:

—La vida es así. Hay que hacerse fuerte, nomás.

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