181. Venta de garaje

9 de junio de 2024 | Junio 2024

Héctor era pésimo para los negocios. De alguna u otra manera, siempre se las ingeniaba para salir perdiendo. Esa fue una de las causas por las que Diana, su ex esposa, había decidido separarse de él. Ella era hija de comerciantes, le sacaba años luz de experiencia a Héctor en el asunto. Él, en cambio, era empleado de una empresa financiera. Para analizar balances y cuestiones del estilo, Héctor era el indicado. Para hacer negocios, el menos indicado.

Por eso, después de su divorcio, el panorama económico de Héctor empeoró drásticamente. De la posición de clase media acomodada que tenía en sus años de casado, llegó a estar tapado de deudas en cuestión de meses. Sus hijas, asesoradas por Diana, le daban consejos que Héctor desestimaba, en parte porque sabía de qué boca habían salido, y también porque pensaba que no había mérito personal en seguir un asesoramiento ajeno.

Su gran idea fue para nada novedosa: una venta de garaje, importada directamente de Estados Unidos, su país favorito. “Si los yanquis resuelven así las cosas y les va fantástico”, intentó. sin éxito, convencer a sus hijas.

Cuando Diana se enteró, decidió asistir para evitar un desguace de los bienes de Héctor a precios irrisorios. Más aún después de enterarse que también asistirían sus compañeros de oficina, esas ratas del mundo de las finanzas que, de encontrar un mendigo al borde de la muerte, revisarían sus bolsillos para llevarse lo poco que hubiera.

Diana intentó convencer a sus hijas de colaborar en la fiscalización de las ventas, pero ninguna se prestó a oficiar de madres de su padre.  La adolescencia les daba vergüenza y tener que cuidar de su padre a esa edad les resultaba extraño.

Con el portón levantado, y hasta algunas cosas exhibidas en la vereda, Diana terminó de negociar el precio de una licuadora y logró que el comprador pagara el doble de lo que esperaba en un primer momento. Era el tercer artículo sobre el que obtenía una mejora y Diana se sentía en buena racha. Llevaba los negocios en la sangre, que se ponía burbujeante en sus venas. Hasta que apareció Héctor detrás de ella:

  —¡Mi amor! Digo… Diana —se acercó feliz. Todavía no había asumido que el divorcio se había consumado hacía casi un año—. Mirá esto: mi jefe me pagó quinientos dólares por la computadora esa de Apple.

—¿Qué? —a Diana le salió un tono agudo—. ¿La que yo le regalé a las nenas?

—¡Sí, esa! Tremendo, ¿no?

—Pero, Héctor, la puta madre. ¡Sale más que el doble esa computadora! —Diana se indignó—. ¿Dónde está ese forro? Que no se vaya, por fav…

—Ya se fue… —interrumpió Héctor como si no oyera a Diana—. Además, ¿qué problema hay? La venta la hice yo, y conseguí un montón de plata. Con esto puedo cancelar la deuda de la fiambrería.

—¿De la fiambrería, la puta que te parió? —Diana arrancó a los gritos pelados—. Héctor sos un desastre, hermano. No aprendés más.

—Vos porque no entendés nada —contestó Héctor, arrogante, más estúpido que nunca.

—Bueno, ¿sabés qué, Héctor? Salvate solo, viejo. Estás hecho un nabo —dijo Diana, juntó sus cosas y se fue, dejando a Héctor reventar su patrimonio en soledad.  

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