Miguel era peón de la estancia. No recuerdo de cuál, si la de Quiroga, de Villamayor o de quién, pero fue por el norte de Buenos Aires o el sur de Entre Ríos. Miguel no había nacido ahí, aunque tampoco tenía recuerdos de haber vivido en otro lugar. Cuando cumplió ocho años, en 1815, ya muchos sabían que podía ver el futuro, que era su don. Su madre jamás había pensado en sacar provecho de eso. Al contrario, detestaba que su hijo tuviera esa habilidad desde que, cuando ella le preguntó, Miguel contestó que moriría pobre y joven, ahí en la estancia, trabajando una mañana.
Después de algunas predicciones acertadas, el rumor corrió tan lejos que llegó al patrón de la estancia que, una vez enterado, lo mandó a llamar. Le preguntó si su hijo mayor estaba pronto a tener hijos y Miguel dijo que jamás tendría. El patrón, dicen que borracho, le ordenó sacar la lengua, y cuando Miguel, inocente y confiado, la asomó, el patrón le cortó la lengua en un movimiento de sable. Y Miguel quedó mudo.
Era el único mudo de toda la estancia y los pueblos de alrededor. El don lo seguía teniendo. Para joderlo, los compañeros le envenenaban la comida, y Miguel ni tocaba los cubiertos. O le revoleaban algo y él esquivaba.
A los dos años de perder el habla, su madre falleció, y quedó casi solo. Los demás de la estancia creían que era tonto. Es que Miguel no intentaba comunicarse con nadie más que su madre.
Una tarde, cuando Miguel ya estaba cerca de cumplir diecisiete, los peones más grandes de la estancia lo emborracharon para divertirse. Vino y aguardiente. Entonces se enteraron de que Miguel podía hablar. Raro; no se entendía muy bien. Pero algo hablaba.
El vasco José le preguntó qué iba a pasar, si se venían buenos momentos para ellos y para la estancia. Miguel, que no solía usar su don para averiguar mucho del futuro más allá de cuestiones particulares suyas, se remontó algunos años adelante.
Vio la sequía que entre los años 1827 y 1832 sacudió la zona de la estancia. La tierra pelada, los animales y también algunos peones muertos. Se vio a sí mismo rascando la tierra, desesperado para alcanzar algo de agua, y vio al vasco José tomar restos de agua estancada que después le causaría la muerte.
Estaba a punto de contarles lo que vendría cuando, sin desearlo, se le presentó el recuerdo del patrón pasando el filo por su lengua y, casi vuelto a la sobriedad por el terror, contestó:
—Vienen buenos tiempos.
Tuvo que repetirlo dos veces porque no lo entendían. Luego, mientras los demás festejaban, Miguel se dedicó a tomar sin que lo obligaran hasta terminar vomitando, entre los pastizales, a la luz de la luna.
