—Claro, Brother, me pasa que… —Camila buscaba las palabras correctas en el confesionario, sin éxito—, como que siento que Nuria tiene actitudes que no me cierran. Está todo el tiempo diciéndome que soy vaga, que no limpio, que no…
—A ver, Camila, dame un minuto —interrumpió la voz de locutor.
—Sí, dale, Brother, vos me decís cuando sigo.
Y la voz jamás volvió. Camila, dos horas después, salió del confesionario y les dijo a sus compañeros que la habían dejado hablando sola.
Pasó el día entero y no tuvieron ningún contacto con el exterior de la casa. Luego otro día más. Al tercero aparecieron teorías: “nos están poniendo a prueba”, “es un nuevo juego”, “la gente se aburrió de ver a veinte boludos en una casa”.
A la semana no había más comida, y ya algunos se alimentaban las plantas del jardín. Fue ahí que decidieron escapar antes de morirse de hambre en cuestión de días. Armaron, como pudieron, una escalera de objetos hasta la altura de la medianera. Ismael trepó hasta que sus ojos vieron el panorama desolador: no había nada al otro lado de la pared. Ni país, ni ciudad, ni barrio. Solo quedaban veinte boludos, en una burbuja, a la deriva.
