Un día Eugenio se cansó. Llevaba once años trabajando más de doce horas diarias sin parar. Su cuerpo, aunque tenía treinta años, se veía al menos quince años mayor y su rostro era la expresión misma del desgano. La última sonrisa suya había sido el año anterior. Cuando volvía a su casa después de trabajar, en lugar de jugar con sus hijos, tenía que tirarse en el sillón o en la cama. Cada mes que pasaba tenía menos capacidades que el anterior para desarrollar algo de su vida fuera del trabajo.
Fue entonces cuando soltó las herramientas y se dejó caer al suelo, vencido y rendido. Algo así como un desmayo consciente.
—Jaime —llamó a su compañero—. No doy más. ¿Me alcanzás agua?
—¿Qué pasó, che? —contestó Jaime mientras le pasaba una botella.
—Fundí biela —tomó agua y volvió a acostarse en el piso—. Ya no doy más. Creo que necesito dejar de trabajar un poco.
—Y, está bravo… Vos llevás once años acá, y yo creo que catorce. El máximo fue diecisiete, Carmelo, Dios lo tenga en la gloria. ¿Y qué vas a hacer?
—No sé. Supongo que sacarle algunos tomates y duraznos al campo de Alonso a escondidas, como para que la familia tenga algo para comer.
—¿Y después dónde vas a conseguir trabajo?
—¿Qué pasa que no están trabajando? —interrumpió Pedro, el jefe.
—Acá el muchacho no puede más, dice que va a dejar de trabajar un tiempo —contestó Jaime.
—Pasa que de tanto tener las herramientas rotas y terminar trabajando con las manos, siento los dolores que me hacen ver las estrellas —Eugenio apenas movía los ojos y la boca—. Y cuando voy al hospital, siempre me dicen que hay mínimo doce horas de espera, y tengo que venir a trabajar para ese momento.
—No sean maricones, viejo —los retó Pedro.
—Vos porque no trabajás salvo que se haya muerto alguien —contestó Jaime.
En ese momento se acercaron Lucio y Paola, que trabajaban en la sección contigua, preocupados porque vieron que Eugenio estaba tirado inmóvil y convocaba su atención. Habían escuchado apenas algo de refilón.
—Justo acá con Paola estábamos el otro día pensando que estaría bueno tener algunos días de licencia como para descansar. Quizás uno o dos días por semana estaría bien —se introdujo Lucio.
—¿Qué? ¿Están en pedo? —contestó Pedro.
—Y también, a lo mejor, una cobertura médica especial, que nos pueda atender, porque siempre tenemos dolores que nunca resolvemos—agregó Paola—. Yo parí a mi hijo acá y no puedo hacerle upa porque me duelen los brazos.
—¡Ja! ¿Quién va a pagar eso? —se burló Pedro.
—Vos, Pedro, la empresa —contestó Jaime—. Sos el único acá que tiene plata.
—Sí, pero la necesito para mí…
—Otra cosa que se me ocurrió —siguió Paola—, es que a las madres nos dejen ir a parir a casa y estar unos días cuidando a los hijos. ¿Y cómo era esa otra idea tuya, Lucio?
—Cobrar el doble —contestó con total naturalidad.
—¡Ah, sí! Cobrar el doble… —y tanto Paola como Eugenio, Jaime y Lucio se perdieron en sus pensamientos sin notar que estaban sonriendo.
—¿Y si paramos de trabajar un rato para charlar estas cosas? —sugirió Jaime—. Armamos una reunión así rápida entre todos, acá.
—¿Cómo? Ni se les ocurra —se enojó Pedro—. Si paran de trabajar, lo único que van a lograr es que la empresa cobre menos, y va a ser peor para ustedes —acusó con un dedo—. Vamos, vuelvan a sus puestos y déjense de ideas que no sirven para nada.
—Sí, tiene razón —contestó Lucio.
—Es verdad —agregó Paola perdiendo las ilusiones.
—Bueh, qué se le va a ser, viejo. Arriba, hermano —dijo Jaime y ayudó a levantarse a Eugenio, para volver a trabajar.
