Julio venía de la oficina del administrador del consorcio cuando se encontró, en la puerta del edificio, con su vecina Nadia. Ella siempre había tenido alguna presencia en la vida cotidiana del edificio, pero en el último tiempo había entrado en una dinámica militante un tanto intensa para el resto de los vecinos. Debía hacerlo para salvar el sol que entraba en su departamento y, de esa manera, conservar su calidad de vida.
El edificio tenía más de cien años, y los servicios eran comunes a todos. Era imposible hacer la subdivisión para que cada departamento contara con un medidor propio sin que se advirtiera que el edificio no cumplía casi ninguna reglamentación vigente. Eso implicaría el corte del servicio y la obra para adaptar cada departamento, y su resultado: un gasto mucho mayor.
Ricardo Carlés tuvo una idea para solucionar el problema. Podrían poner a mitad de altura en el amplio patio del edificio, una estructura de paneles solares que alimentaran con electricidad al edificio. Eso permitiría dejar de consumir gas y pasar todos los aparatos de cocina y calefacción a eléctricos, y así eliminar dos servicios.
Impulsar ese proyecto implicaba dejar sin luz solar a la mitad más cercana al suelo del edificio. Y por eso Nadia se había puesto en pie de lucha contra semejante idea, pero encontraba respuestas poco esperanzadoras. Las personas que serían afectadas y sometidas a la luz artificial decían que era lo que se podía, que no había plata. Las personas que no serían afectadas le decían que, si estuvieran en lugar de ella, harían lo mismo e intentarían evitarlo; pero, como no lo estaban, no defendían su postura. “Y eso que no vamos a poder ver el patio”, le decían como si sufrieran con ella.
Julio era el único que podía torcer el rumbo. La gente a él lo escuchaba y muchas decisiones que se habían tomado en el consorcio en el último tiempo habían salido de él.
Pero justo venía de decirle al administrador que le parecía bien el proyecto, que empezaran a recolectar el dinero de los vecinos, para impulsarlo pronto. Eso sí, le había pedido que por favor dejara unos huecos en la plancha de paneles solares, cosa que al menos algunas plantas pudieran vivir y la gente no se quejara tanto. Pero días atrás le había dicho a Nadia que el proyecto era una locura.
—Ay, Julio, acá estás —saludó Nadia, con algo de esperanza en su expresión—. Te busqué toda la semana, no pude encontrarte. Toqué timbre, todo.
—Sí, no… Es que estoy a mil —la miraba por instantes breves y dirigía su mirada en cualquier otra dirección. No podía ir contra el proyecto porque Carlés y el administrador sabían que tenía un emprendimiento ilegal y podían ir contra él.
—¿Conseguiste laburo?
—No, no. Es… otro tema.
—Ah, bueno. Ya se va a dar… Che, te quería comentar, por el tema de acá la propuesta del forro este de poner los paneles solares… Bueno, lo que veníamos hablando, esto de dejar medio edificio sin luz y cagarnos la vida, ¿no? Y encima con lo que van a salir los primeros paneles y el mantenimiento… Pero acá parece que soy la única que hace algo para evitarlo. Entonces, te quería decir, ¿te parece si vamos juntos al administrador o si vamos charlando con los vecinos? A vos te van a escuchar más.
—Sí, pasa que… estoy a mil, ¿viste? En serio, no paro. Me encontraste acá de casualidad, te juro —se rio—. Si te parece, a lo mejor puedo hacer un posteo en redes, como para… —acompasó un movimiento de manos— pero lo otro me… me cortás las gambas.
—Sí, ya sé, Julio. Un garrón, estamos todos así. Pero esto nos va a evitar un montón de problemas de hoy y también a futuro, y tenemos que evitar que suceda porque después ya es tarde…
—Estoy con un compromiso muy importante en este momento. No puedo —lamentó falso y empezó a caminar sin destino, solamente para alejarse.
—¡Compromiso con el administrador tenés, garca! —le gritó Nadia desde la impotencia.
