143. Cuando todo duerma te robaré un color

2 de mayo de 2024 | Abril 2024

La armonía del pueblo se quebró. El grito estridente de Elvira, que se escuchó a cientos de metros de su boca, fue el principio del fin de esa tranquilidad comunitaria. Habrían pasado algunos minutos después de las tres y media, hora en que sonaba su reloj para despertar de la siesta. Vio que le faltaban las alhajas, no estaban al lado del espejo, revolvió los alrededores, se desesperó, y gritó.

Hasta se habían llevado la cabeza de maniquí que las exhibía, que estaba en su lugar antes de que ella se durmiera. Era evidente que le habían robado. El pueblo se alarmó y el grito convocó a varios vecinos. Ella les contó todo. Habían pasado más de cuarenta años desde la última vez que había ocurrido un robo de esas características en el pueblo. Vivadas, siempre. Pero robos, no.

Elvira recibió el apoyo general. Si lo veían, le iban a avisar. Se quedó con bronca, y en cuestión de un par de días perdió las esperanzas de recuperar lo robado. Sin embargo, nada fue tan fuerte como sentirse indefensa, permeable.

A la otra semana, fue Rolo el que sufrió la delincuencia: le robaron las máquinas del taller. La siguiente el almacén de Clotilde y la casa de Sandra y Pablo. Siempre en horario de la siesta, cuando la gente no se entera, porque en el pueblo se respeta la tradición, cada uno dentro de su horario.

La policía empezó a merodear las calles del pueblo durante el horario de la siesta. Decían en cada esquina que se sacrificaban por el bienestar de todos, aunque después se los podía ver durmiendo en la comisaría a eso de las seis de la tarde. A pesar de su patrullaje seguía habiendo robo de siesta.

Iván, el hijo del dueño de la fábrica, y Tadeo, hijo del dueño de la estancia, ambos de dieciocho, entraron a hurtadillas en la habitación de Jaime. Estaba durmiendo con Iris, abrazados. Se pararon en frente de la cama, sacaron sus vergas al aire, las agitaron y tocaron con ellas alguna parte del cuerpo de los dormidos. Había empezado como un juego, pero ya se había vuelto cábala.

Empezaron por lo que se veía: celular, boina, zapatos, collares y aros. Después pasaron a lo que no estaba a la vista.

Tadeo fue directo a la cómoda. Le gustaba, ahí estaban los secretos. Confianzudo, abrió un poco y la madera rechinó aguda. Se oyó la respiración de Jaime, fuerte. Era algo viejo, pero todavía tenía fuerza, y los podía reventar a trompadas él solo. Tadeo escuchó a sus espaldas el peso de un cuerpo acomodarse en una cama. Iván, desde otra perspectiva, lo vio incorporarse hasta quedar apoyado sobre sus codos.

Jaime respiró hondo otra vez. A Tadeo se le había paralizado la sangre entre un latido y otro y solamente esperaba el momento en que escuchara al viejo putearlo. Iván ya había calculado los pasos hasta la puerta para escapar.

Jaime balbuceó algo, palabras sin sentido, y después se dejó caer en la cama. Empezó a roncar y el corazón de Tadeo arrancó tan fuerte que sentía que se le iba a caer del pecho. Cerró el cajón y se dio vuelta lento. Iván indicó la puerta de un cabezazo, y ambos salieron casi en cámara lenta.

Una vez afuera, vieron acercarse a la patrulla de los policías acercarse hacia ellos.

—Buenas tardes, chicos —saludó el capitán Matías desde el patrullero.

—Acá está lo tuyo, viejo culero —contestó Iván y le tiró los collares y aros—. Casi nos atrapa. Dijiste que dormía profundo el Jaime.

—Eh, más respeto, mocoso —se quejó el policía—. Decime viejo culero de nuevo y le digo a tu padre y se terminó el jueguito.

—Y yo le digo a tu señora que te andás viendo con la Ángeles —contestó Tadeo—. Además, aprovechá ahora, que cuando no tengamos nada más que sacar nos vamos a la mierda de este pueblo muerto.

—Vayan tranquilos, nomás, muchachos —saludó Matías y el patrullero arrancó, dejando atrás a los chicos que enfilaban para la estancia a esconder el botín.

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