141. Traición a la sudafricana

30 de abril de 2024 | Abril 2024

A Leandro lo marginaban en la escuela. Era raro. Tenía algunas dificultades para vincularse: en general era muy retraído, pero cuando alguien le abría lugar para que se abriera, resultaba demasiado cargoso y tenía propuestas de juego que no se parecían a las de los demás. No le gustaba el fútbol, ni el quemado, ni la mancha. Sus juegos preferidos eran la tortura de insectos o animales, mirar el sol fijo sin cerrar los ojos, los incendios de pequeña escala y las carreas de autos de juguete.

Cursaba cuarto grado cuando su reputación cambió en la escuela. Su padre le había regalado un camión a control remoto más grande que su cabeza, y lo convenció para que lo llevara a la escuela. A Leandro le daba vergüenza en un principio, pero terminó por aceptar cuando su padre le aseguró que solamente podía pasar algo bueno si lo hacía.

Llegó a la escuela intentando esconder un armatoste que sobresalía de su cuerpo. Cuando lo vieron, los demás le preguntaron si lo prestaba, y pudo compartir con varios su nuevo juguete.

Pero su momento de gloria fue cuando, en el recreo, se acercó Emiliano para jugar. Era el más popular de toda la escuela. Era lindo y jugaba bien al fútbol, además de ser un poco rebelde; todas las chicas gustaban de él.

Jugaron juntos durante el recreo y Leandro hizo que Emiliano se riera cuando habló mal de Camila, una chica que también iba a sexto. Emiliano lo invitó a jugar a su casa después de la escuela y Leandro, encantado, contestó que sí. Pasaron toda la tarde jugando y criticando a Camila: decían que era sucia, fea y que tenía mal olor. Además, tenía fama de ladrona y usaba aparatos en los dientes. Se rieron mucho y subieron un video a la red social que usaba Emiliano.

Al otro día, Leandro faltó a la escuela. Se había enfermado. El siguiente también faltó, por las dudas, aunque ya no tenía fiebre. Fue recién al tercer día cuando volvió a la escuela, con una sonrisa y su camión exhibido casi como una invitación al juego. Esperó ansioso hasta el recreo, para poder ver a Emiliano. Le gustaba que fueran amigos. Había llevado, además, un muñeco para meter en el camión, o para atropellarlo, lo que fuera.

Cuando salió al patio escuchó muchas risas y correteos. Eran los de sexto, que estaban jugando en una esquina del patio. Tenían pistolas de agua y se estaban tirando. Vio que Emiliano estaba en el grupo, jugando con Camila.

Leandro se acercó hasta ahí cerca, tímido, y se puso a mirarlo a un par de metros, a la espera de que su nuevo amigo lo advirtiera. Cuando Emiliano lo vio, lo primero que hizo fue dispararle un chorro de agua entre los ojos. Leandro se sorprendió y no sabía si empezar a llorar o fingir una risa. No le gustaba estar mojado.

—Traje el camión —dijo Leandro después de secarse un poco con la mano derecha, mientras levantaba el juguete como para dárselo.

—¿Y? —contestó Emiliano, displicente—. Estamos jugando con las pistolas de agua, hoy. Las trajo Cami. Una crack.

—Pero dijiste que era sucia, que tenía olor a pedo… —Leandro se lamentaba. No entendía el cambio de postura de Emiliano y sentía que se había ensuciado la boca en vano hablando mal de Camila—. ¿Puedo jugar?

—No sé, preguntale a Cami —contestó Emiliano y se fue.

—Cami, ¿puedo jugar? —Leandro se acercó a preguntar.

—No. Son mías las pistolas de agua, y vos hablás mal de mí —dijo ella y, un segundo después, le tiró un chorro de agua que para Leandro fue infinito. Empapado y otra vez sin amigos, Leandro empezó a llorar.

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