Habían pasado meses desde que las universidades públicas habían dispuesto que para aprobar las materias era obligatorio asistir a las movilizaciones en su defensa. En la marcha en que se tomó la Casa Rosada, Luna se cargó el papel de heroína. Estudiaba ingeniería civil y tenía una gran capacidad, como si hubiera nacido para esa carrera. Ese día había logrado armar protecciones para los ojos de muchos de sus compañeros de la facultad y, cuando ya habían hecho retroceder a la policía, y quedaba apenas entrar en la Casa Rosada, logró desactivar un hidrante con la ayuda de un par más a los que ordenó como si tuviera décadas de lucha contra la policía. Trepada al hidrante conoció a Axel, y lo enamoró.
Ese día le tocaba cursar la materia Materiales de Demolición, una materia optativa, que ella cursaba por interés. Gracias a su destacada actuación en la movilización, el ingeniero Rapetti, su docente, la premió con un diez de promedio entre los dos exámenes. Rapetti debió que desestimar una bolilla del programa que correspondía a la clase del día de la movilización; le sugirió a la cursada estudiar por su cuenta, y aseguró que no entraría en la evaluación correspondiente a esa parte de la materia.
Nadie estudió esa bolilla. Luna tampoco. Después de pasar la noche entera en la Casa Rosada y salvar el presupuesto universitario, lo que menos le interesaba era saber cómo funcionaba el RDX como explosivo, si ya casi no se usaba.
Nunca creyó que iba a arrepentirse de eso. Con su saber y su coraje había cautivado a Axel. Pero luego, años después en los que ella no había ejercido su profesión, sino que se dedicaba a investigar por su cuenta en un laboratorio casero que Axel financiaba, la relación se estancaba. Axel reclamaba que trabajara, que usara su conocimiento para crecer ella en su profesión en lugar de dejar las ideas en un taller de mala muerte que apenas servía.
No le costó conseguir trabajo. Al poco tiempo se había involucrado en un proyecto de investigación con una beca y también había entrado a trabajar a una constructora importante. Ahí fue donde conoció a los empresarios más importantes del país que, unos meses después, le pidieron que se encargara de la demolición del Alto Palermo. La empresa dueña quería eliminar ese vetusto y desagradable shopping para construir uno más novedoso y, según Luna, más feo aún. Pero a ella le pagarían una fortuna por llevar a cabo la demolición y la nueva construcción.
Luna había sido clara en las cuentas y lo que necesitaba. Pensaba demoler el edificio con cargas de dinamita y algunas, pocas, de nitroglicerina pura. Dejó indicados los lugares específicos y la cantidad de explosivo a colocarse en cada punto.
Ese día desayunó tranquila, sin apuros, para no activar nervios innecesarios, y salió de su casa con tiempo, aunque el tráfico de la ciudad hizo que llegara sobre la hora. La mala noticia se la dio un directivo de la empresa dueña del shopping: los explosivos no eran dinamita, ni nitroglicerina, sino RDX.
—¿Cómo? No es lo que encargué. No puedo hacerlo así —contestó ella.
—Ingeniera, no hay chance de cambiar la fecha —le dijo el directivo de barba blanca—. Hicimos cortar y despejar toda la zona, no podemos hacerlo en otro momento. Haga lo que corresponda y ejecute la operación como corresponde.
—Pero es una locura, no es lo mismo un kilo de dinamita que uno de RDX, ni siquiera estoy segura del efecto que puede tener —a Luna se le afinaba la voz y se le abrían mucho los ojos.
—Es hoy, o su carrera se termina acá —dijo por lo bajo el señor, un tipo pesado que podía mediante contactos hacer de ella lo que fuera.
Luna se acordó de la charla con Axel en la que él le había pedido que trabajara, y la de la noche anterior, en la que dijo que estaba orgulloso de ella. Se acordó de Rapetti, del diez obtenido sin estudiar el RDX y del día que recibió el diploma.
Parada en el medio del cruce de las avenidas Santa Fe y Coronel Díaz, sintió su presión bajar hasta aflojarle un poco las piernas, que temblaban. El jefe de los obreros la miraba con una sonrisa. Luna vomitó. El directivo de barba blanca trajo agua y le dijo que se apurara, que tenían que cumplir el horario.
Luna, sin pensarlo, apretó el botón. Comenzó el estruendo y, al poco tiempo, el edificio empezó a desmoronarse. Un minuto después, bajo una capa de polvo que caía sobre ella y alrededores, se alivió. Había salido bien. El jefe directivo se acercó a ella aplaudiendo.
—Era chiste, ingeniera. Mire si vamos a meter RDX cuando nos pidió otra cosa. La felicito, salió todo excelente. Y ya la ciudad es más linda sin este edificio de mierda.
