94. La lucha por el poder

17 de marzo de 2024 | Marzo 2024

La historia de la civilización es la historia de la lucha por el poder. Eso solía decir un desconocido nieto de Karl Marx, que no llegó a brillar porque no hacía más que reescribir ideas de su abuelo con algunas palabras modificadas para que las oraciones, sin perder su estilo y fuerza, pasaran por novedosas. Como no tuvo éxito con sus incursiones en el mundo de la política después del lanzamiento de su libro “Manifiesto del Partido Colectivista”, se terminó dedicando al alcohol hasta terminar borracho en varios bares de tantísimas ciudades de Europa y también de América.

Un día, mi abuelo, en circunstancias que no terminé de entender, se cruzó a Theodore Aveling, que así se llamaba, en la barra de una taberna. Theodore, orgulloso de su legado marxista, agregaba que por poco no había sido hijo de Lissagaray, revolucionario de la Comuna de París y pareja de su madre cuando ella todavía era menor de edad, razón por la cual Karl rechazó el vínculo.

A pesar de haber compartido con él una borrachera de niveles anestésicos, lo que mi abuelo nunca pudo olvidar fue la historia que Theodore le contó: después de una investigación exhaustiva a la que había dedicado quince horas diarias durante meses a permanecer en la Biblioteca Nacional de Francia, munido siempre de una botella de whisky, ajenjo o ron (en alguna triste oportunidad, aguardiente casero de una mezcla indeterminada de hierbas), encontró por una casualidad un libro titulado “La historia oculta del pradial y el mesidor”, redactado por un escritor oculto bajo el seudónimo de Cabernet Sauvignon.

Durante pradial y el mesidor, meses que hoy transcurrirían entre junio y agosto, en este caso durante el año 1802, se produjo un estallido en la estructura política y económica de Francia. El motivo, más que nada, se debió a una visita papal inventada por un periodista parisino que, al correr el rumor y no concretarse por semanas, provocó la impaciencia de enormes cantidades de pobladores. Sabido era que Napoleón no era cristiano, pero sí veía en la religión una estructura social para la subsistencia del orden. Quizás por eso el rumor se extendió tanto a lo largo y ancho del país, donde algunos preveían una afrenta que acabaría con la Iglesia, mientras otros suponían que acabaría con Napoleón.

Fue durante esa gran expectativa cuando cobró gran relevancia Alain Dumortier, un marsellés llegado a París en un carro cargado de telas que tenía para vender a un cliente. Lástima para él, se enteró de que el cliente había fallecido una semana atrás y que la familia había dispuesto terminar con el negocio para el cual se había hecho el encargo. Sin dinero y con la necesidad de volver pronto a Marsella, Dumortier decidió montar una suerte de espectáculo callejero para vender sus telas. Empezó por una roja, pesada, que lo envolvía como una túnica, en el centro parisino.

—¡Soy Alain Dumortier, asesor enviado por el cardenal Jean-Sifrein Maury! —atrajo la atención de varios transeúntes al referirse al único cardenal de suelo francés de aquella época—. He venido desde Roma para entregarle al cónsul Bonaparte el obsequio de las mejores telas del norte africano como gesto de amistad por parte del Papa Pío VII. Sin embargo, para mi desilusión y la del Sumo Pontífice, el cónsul ha negado mi visita. ¡Es por eso que se me ha ordenado vender las mismas al pueblo! Quien desee una tela tocada y bendecida por el mismísimo Pío VII, podrá acceder a ella por un precio imposible de encontrar en cualquier comercio.

Entre los que allí escuchaban la performance se encontraba Emmanuel Joseph Sieyès, quien había sido representante del Tercer Estado en la Asamblea Nacional durante el período revolucionario y luego, cerca en 1799, había orquestado una insurrección para tomar el poder mediante un golpe de estado contra el Directorio. A ese fin había pactado con Napoleón Bonaparte, que lo traicionó y acabó con el poder en sus manos. A Sieyès le brotaron con furia la sangre en el ojo por la traición y su origen clerical cuando vio al enviado del cardenal siendo rechazado por Napoleón en medio de semejante expectativa. Entonces se reunió con Alain Dumortier y le propuso, mediante una conspiración con sectores de poder, convertirlo en cónsul, siempre con el apoyo del Papa y el cardenal Maury.

Según Theodore, que solía decir que la religión es el alcohol etílico de los pueblos, el desconcierto político reinante desde antes de la Revolución Francesa en dicho país facilitó las cosas a tal punto que, tras dos semanas, gracias maniobras varias y una Iglesia Católica francesa con sed de poder, Alain Dumortier ocupó el título de Cónsul en reemplazo de Napoleón. Desafortunadamente, al ser nada más que un comerciante, sus habilidades políticas se diluyeron en un santiamén, y fue el mismo Sieyès quien convocó a Napoleón Bonaparte para retomar la ocupación del poder. Theodore Aveling dice que luego de ese episodio Napoleón decidió que su primo Joseph Fesch se convirtiera en cardenal, aunque no tenía pruebas para fundar sus palabras. Sin embargo, existe también la teoría de que Dumortier olvidó en la residencia del cónsul un cuaderno con su modelo de país, muy similar a lo que luego sería legislado en el Código Napoleónico.

Mi abuelo contó que, después de eso, y completamente borracho, el nieto de Marx propuso un brindis al grito de “cardenales del mundo, ¡uníos!”.

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