89. Un bobo lava y un tonto enjuaga

12 de marzo de 2024 | Marzo 2024

Alguna vez, alguien me dijo que Los Limados era la murga más importante de todo Buenos Aires, Capital y Provincia. Imaginate. La mejor. No te digo que les compitiera a las entrerrianas porque bueno… ellos son casi brazucas, viste. Acá, no. Somos rioplatenses, y los yorugua nos pasan el trapo también. Eso sí: nosotros tenemos tres copas del mundo, ellos tienen dos. Y que no jodan con eso de que tienen dos mundiales de olimpiadas, porque no es así.

Pero, en cuanto a murgas, nos rompen el culo. Así nomás. Yo fui varias veces a Montevideo a ver las llamadas de candombe, las murgas, los carnavales, todo. Yo creo que solamente se preparan más. Que nuestros pobres quizás son más pobres que los de ellos como para hacerlo igual de bien. Lo mismo que los brasileros. Con clubes de murga es más fácil pagar los costos de los trapos, los uniformes, los instrumentos. Hasta carrozas tienen ellos.

Los Limados surgió en el barrio de Parque Avellaneda; la creamos la Negra Arévalo y yo a fines de los ochenta. Hacía poco se habían ido los milicos y teníamos mucha… cómo decirlo… expresividad adentro, para sacar. Ganas de hacer bochinche, de pelotudear en la calle por lo que fuera. Cosa que nos contaban que antes se hacía todo el tiempo, pero cuando nosotros éramos nenes, nuestras viejas nos mandaban a guardar.

Cuestión que la empezamos con dos mangos, y la idea era sumar gente del barrio y crecer, pero siempre gestionado por nosotros, nada de garcas ni laburos para gente que nos diera de comer a cambio de algo. Todo a pulmón y por la gente. Los que quisieran venir el domingo a la tarde a la plaza a tirarse unos saltos o tocar un rato era bienvenido. Era familia. Cervecita, mate, pibes, pibas, un lugar soñado. A veces nos quedábamos hasta seis, siete horas. Eso te da la pauta de que salía bien, de que era linda la joda, que estaba bueno.

Y ahí, entre todos, un día cayó el Sufi, que le decíamos así para no decirle Fisu, porque era bastante borrachín y yo… no tengo dudas que también tomaba alguna otra cosa, pero bueno. Ahí, en la plaza, la verdad es que nunca lo vimos hacer nada malo. Siempre estaba con la mejor y nos hacía reír mucho, era como el alma de la banda. Hasta había una bandera que decía “El Sufi”, de tanto que lo hacíamos parte de nuestra murga. Él no tocaba ni bailaba más que en el lugar, sin levantar las patas, alguna que otra vez. Venía a escabiar y cagarse de risa, qué sé yo… No está mal.

Ojo que también algunas veces dio una buena mano para que las cosas salieran, eh. Nos ayudaba a buscar instrumentos o esa vuelta que la gorra se hizo la loca por el horario, él los apalabró muy bien y se las tomaron. Pero todo tiene un límite. En la murga se permitía no hacer nada, pero lo que no se permitía era ser mal ejemplo… Darle de tomar birra a los pibes de trece, catorce… Eso no da. Cruzó el límite.  

Encima que ya tenía como tres o cuatro años en la murga, y el último año él se había empezado a tirar a chanta, ya ni ayudaba ni nada, pero seguía siendo el Sufi, nuestro Sufi. Cuando lo agarramos en esa situación no quedó otra que pedirle que no viniera más. Y él aceptó. Dejó de venir así nomás.

A partir de ahí las cosas no salían como antes. La coordinación, el toque, nada. Ni la costurera le pegaba para los uniformes. Nada. A los meses ya todo estaba un poco desmadrado. Casi no queríamos ensayar. Yo decía que era lo mismo que un equipo que está por irse al descenso: todos los partidos le salen mal. Era dificilísimo. La murga, mal que mal, siguió unos meses porque la gente venía, pero era distinto… estaba viva, pero sin destino, como una cucaracha sin cabeza. Y, la verdad, se notaba que faltaba algo. Faltaba el Sufi con sus jodas y su birrita, su aliento a alcohol y Phillip Morris.

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