73. Epidemia de boludos

21 de febrero de 2024 | Febrero 2024

Ricardo y Álvaro eran amigos desde el colegio. La vida los había llevado por caminos que se alejaban y volvían a entrecruzarse. La amistad era tan fuerte que en las malas siempre se daban una mano. Los ochenta habían sido difíciles y los noventa mucho más. Ahí fue cuando, en un acto de amor enorme, Ricardo decidió vender su camión para comprar dos taxis con los que ambos podrían laburar y llegar a fin de mes.

Lograron sortear la crisis del 2001 arriba del coche, con meses buenos intercalados con otros malos, siempre buscando alguna moneda que pudiera surgir de otro lado, y haciéndose cargo de sus familias como para que los pibes pudieran estudiar y recibirse sin abandonar el colegio. Así su vínculo avanzó y se desarrolló hasta ser más hermanos entre sí que con los sanguíneos de cada uno.

La cosa mejoró después de la crisis al punto que Álvaro pudo juntar la plata para comprarle el auto a Ricardo. Con esa guita Ricardo e hizo algunas obras en la casa que ya venía pateando hacía mucho tiempo y después se fue de vacaciones a Brasil con la familia. Por algún motivo, eso levantó sospechas en Álvaro, que le preguntó sin tapujos si no lo había cagado con el tema del auto, al cual, curiosamente, se le había pinchado una goma dos meses después. Ricardo contestó que de ninguna manera, que la mala suerte le había tocado a él, y hasta se ofreció a ir a medias con el pago del nuevo neumático.

A medida que la economía crecía, Ricardo lograba mediante el ahorro juntar algunos pesos más, darse algunos lujos modestos y se sentía en una buena etapa de su vida. Álvaro, por su parte, también empezaba a ahorrar más allá de la compra del auto, pero en lugar de estar feliz se lo notaba un poco turbado, con enojos constantes, puteando siempre contra la política y buscando siempre la trampa aunque no existiera.

Un día compartieron un trayecto en el auto de Álvaro y ahí Ricardo escuchó la radio que su amigo de toda la vida tenía taladrándole la cabeza durante ocho horas diarias por lo menos. Ese dial se dedicaba a difundir la conspiranoia en sus oyentes respecto de lo que fuera. Todo evento y conocimiento era tomado como extraño y producto de algún engaño pergeñado por los políticos, eje fundante de todo mal.

Ricardo le recomendó dejar de escuchar pavadas, pero Álvaro no le hizo caso. Al contrario, fue como si se destapara y empezó a contarle a su amigo cada conspiración que había en contra de él, a lo cual Ricardo contestaba con fundamentos que no eran receptados y tenía que tragarse el sabor amargo de ver que su amigo no le daba el mismo interés que él sí.

Hasta que por fin llegó un gobierno que decía terminaría con todos y cada uno de esos corruptos provocadores de todas sus maldades contra el pobre Álvaro. Él estaba exultante. Ricardo no lo había visto tan emocionado en mucho tiempo. Ya el tiempo de ahorro, de vacaciones, de darse gustos se había perdido años atrás, pero la esperanza lo alimentaba mucho más aún. Ricardo pensó que entonces todo sería mejor entre ellos a partir de ese momento, que no habría discusiones en las que le tocaba quedar como defensor de unos hijos de puta que ni siquiera le caían bien.

Hasta que una tarde de febrero se encontraron en un bar, a tomar un café, Ricardo, y una gaseosa, Álvaro. La charla venía amena en la que ambos se quejaban de lo caro que estaba vivir, pero que por lo menos las familias estaban felices, los pibes ya crecidos tenían laburo y, mal o bien, podían bancarse solos y hasta fantasear con algún proyecto que los acercara a una vida deseable. Ricardo se rascó la pierna y Álvaro aplastó un mosquito contra su brazo que estalló en sangre.

—Pero la puta madre. Mirá vos —se quejó y se limpió con una servilleta humectada con saliva.

—Cómo están estos hijos de puta, ¿eh? —contestó Ricardo—. El otro día tenía uno en el coche, venía con el aire, eh. Pero me volvía loco y no lo podía agarrar, encima estaba con un pasajero, recién veinte minutos después lo pude matar, pero me picó todo.

—¿A vos te parece todo esto? Es una locura. No se puede estar ni en la casa que ya te agarran.

—Yo me compré un repelente porque si no, no aguantaba. Casi lo uso de desodorante.

—Pero Ricardo… —Álvaro se echó para atrás como anunciando que iba a decir algo obvio—. Esto ya lo hablamos. Son estos hijos de puta los responsables.

—¿Quiénes? —preguntó Ricardo.

—El gobierno anterior. Dejaron sembrados todos los huevos de mosquito para este momento que ya sabían que se iba a caldear.

—¿Qué decís, boludo?

—Y sí, ¿no te das cuenta? A ver, entonces, ¿por qué no salieron los mosquitos cuando eran las marchas de la CGT?

—Qué sé yo, Álvaro, no soy biólogo. Pero me parece que…

—Es así, Riqui. Es como te digo yo. El otro día lo decían en la radio, es así. Vas a ver, es solo el comienzo esto. Después van a aparecer ratas, virus, cualquier cosa. Bueno, ya la del virus la probaron en la pandemia. Quieren matarnos a todos. Ahora con el dengue. Es así. Esto es una invasión; no… una epidemia de mosquitos preparada.

—Claro, y la lluvia también la trajo el gobierno anterior para que salieran todos los mosquitos ahora.

—Y, andá a saber de lo que son capaces.

Ricardo se quedó callado unos segundos mirándolo y después, serio y algo triste, como si se confesara, dijo:

—Estás diciendo cualquier cosa, Álvaro. No tenés ni idea y repetís el verso que te escuchás en la radio. No te hace bien. Parecés un pelotudo.

—Ah, bueno —Álvaro pareció desatarse—. Pelotudo vos que te creés lo que dicen en la radio esa de mierda que escuchás. Sos tan corto de cabeza que está todo ahí frente a vos y no podés darte cuenta de cómo son las cosas. ¿Sabés qué pasa? Yo ya escuché de esto, vos sos un débil mental, y entonces no te da como para enterarte de cómo te cagan la…

Y Álvaro siguió hablando, pero Ricardo ya había dejado plata en la mesa y se levantó para salir sin saludarlo, dejando el zumbido de Álvaro en el pasado.

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