Iván vivía al costado de la ruta con su madre Celia. Su padre había fallecido o escapado, que para él era lo mismo —Celia solía usar uno u otro término y a él no le quedaba del todo claro—. Celia trabajaba en la despensa del paraje, a dos kilómetros de su casa. Solía ir y venir en la moto 110 que todavía aguantaba con las ruedas emparchadas.
Cuando Iván se aburría y no sabia qué hacer, se dedicaba a tirarles piedras a los autos, camiones y colectivos que pasaban por la ruta. Se había fabricado una gomera con las duras ramas de un roble y gomas de suero.
Una tarde, después de alimentar a las cabras y las gallinas, se escondió en la copa de un árbol y desde ahí vio pasar un antiguo auto celeste que jamás había visto en el paraje ni en ninguno de los cuatro pueblos cercanos que conocía. Venía rápido. Él le calculó con un ojo cerrado, estiró la goma y soltó.
El auto perdió el control, mordió las piedras al costado de la banquina, empezó a dar vueltas y, finalmente, volcó. Iván se escapó y se escondió en su casa. Escuchó que un hombre golpeaba la puerta, pero él no contestó.
Una hora más tarde, la voz angustiada de una vecina lo llamaba. Al reconocerla, Iván salió. Ella le dijo que Celia iba en el auto celeste, que había tenido un accidente y ahora estaba muerta.
El hombre que antes había golpeado la puerta, se acercó cuando vio a Iván hablando con la vecina, mientras esperaba el auxilio. Se presentó como Héctor y dijo ser novio de su madre. Apenas tenía un corte en la cabeza. Celia había salido despedida del auto y su sangre se calentaba en el asfalto. La morguera ya había pasado a buscar el cuerpo.
—Yo me voy a hacer cargo de vos, chiquito. Te voy a dar todo lo que necesites —le anunció Héctor con una sonrisa.
A los vecinos les pareció bien; incluso alguno señaló que tenía todos los dientes originales. Dejaron que se llevara a Iván consigo porque, a lo mejor, eso habría deseado Celia. Ellos se ofrecieron a cuidar los animales y la casa durante el tiempo que fuera necesario.
Tres días después, Héctor buscó a Iván en el mismo auto celeste, que ya tenía el parabrisas que su piedra y luego su madre habían atravesado. Apenas hablaron durante las cuatro horas de viaje.
—Llegamos —anunció Héctor cuando estacionó en la puerta de una casa blanca enorme y lujosa.
Entraron. Iván miraba todo boquiabierto. No hablaba. Héctor, luego de una recorrida, lo condujo al living.
—¿Querés papas fritas? —preguntó Héctor, y le mostró un paquete de una marca cara, que Celia nunca le compraba.
Iván asintió con una sonrisa. La primera.
—Bueno, a ver, bailá como un mono, entonces. Sacate la remera —ordenó Héctor.
Iván se quedó quieto y su sonrisa se borró.
—Pendejito, ahora vas a hacer lo que yo quiera. ¿Querés papitas? Bailá como un mono, dale —repitió—. ¡Dale, carajo! —gritó. Iván se asustó y empezó a bailar mal.
Entonces, sí, Héctor empezó a tirarle papas fritas, de a una, como si jugara al tiro al blanco.

