El Dr. Carreño había construido un mini laboratorio en el sótano de su casa para practicar lobectomías y craneotomías. En un principio, de ratones y ratas. Las anestesiaba y luego les rapaba la cabeza con la meticulosidad de un pastelero de publicidades. Con el bisturí abría el delgado cráneo y lo levantaba. A lo siguiente, él lo definía como “jugar”. Tocaba y cortaba donde se le ocurría en el momento, y buscaba sorprenderse con cualquier resultado posible. Después pasó a hacerlo con gatos y perros, en ese caso con menos pérdidas por fallecimiento, y logró conocer cómo se transformaban las capacidades de los animales ante la extirpación de partes del cerebro.
Cada descubrimiento (así los llamaba él, pero en realidad los libros de estudio de medicina ya contaban con esa información) era asentado en su libreta con lujo de detalles. El Dr. Carreño podía reconstruir en su cabeza todos los pasos que había dado en cada operación. Pasaba horas encerrado en el sótano sin interrupciones. Tomaba medidas, sacaba fotos, hasta tenía recreos en los que se sentaba a charlar con el animal echado, con el cerebro expuesto, en la camilla mortuoria de acero.
Al mismo tiempo, el Dr. Carreño prestaba tareas en un hospital privado como cirujano, donde se lo tenía como un excéntrico, aunque útil en sus tareas. Pero él se aburría. Le parecía poca cosa para él tener que extirpar un tumor, un riñón, un quiste, o realizar un trasplante. Salvo excepciones por ser casos algo complejos, lo demás de su trabajo lo hacía sentir como un mecánico reparando una máquina.
Buenas migas con los dueños del hospital, y una situación un tanto convulsionada por mala praxis y disputas internas derivó en su designación como director del hospital. Se le hacía agua la boca cuando fantaseaba. Ahora podía hacerlo. Era ilegal si no había necesidad clínica, es cierto. Pero él era el director y podía lograrlo. Debían saberlo solamente dos personas más: el camillero y el jefe del laboratorio. Ambos accedieron a jugar al distraído y colaborar.
A pocos días de su designación, el Dr. Carreño ya pasaba su primera noche completa trabajando en el nuevo laboratorio. El paciente había sido elegido por características físicas: relativamente joven, flaco, estatura media, buen estado de huesos y músculos. Había entrado por una neumonía severa.
La camilla ahora era más grande, entraba el paciente entero y hasta le sobraban algunos centímetros. El espacio era cómodo y tenía mejor iluminación que en su casa. El Dr. Carreño sentía una adrenalina vibrante y una felicidad que le rebalsaba. Cortó por encima de las orejas y retiró frontal y parietal dejando expuesto el cerebro del paciente.
Para ser su primer proyecto, debido a que no tenía esperanzas de continuar las craneotomías ilegales sin consentimiento ni necesidad clínica, el Dr. Carreño fue por todo: quería lograr que un hombre viviera con medio cerebro y sin capacidades de aprendizaje ni comprensión de su entorno. Empezó retirando la que respondía a estímulos correspondientes a los nervios, quitándole reacciones necesarias de supervivencia; siguió la parte que le permitía al paciente reconocerse a sí mismo y su historia; y luego vino la parte que daba la capacidad de comprensión de la matemática y, con ella, la capacidad de abstracción. Retiró más de medio cerebro, y así logró crear su hombre mutilado, irreversiblemente incapaz de lo que alguna vez había sido capaz, sin chances de desarrollo, detenido para siempre en su estado.
