Y ahí estaba la luciérnaga, prendiendo y apagando su destello, en un espectacular y llamativo pedido de auxilio o, quizás, de defensa de la araña que tejía a su alrededor para cenarla. No pude permitir que mi falta de aseo —a esta altura convertida en estrategia de defensa anti mosquitos— se cobrara la vida de la lastimosa e inocente luciérnaga.
Espanté a la araña —también inocente y quizás hasta hambrienta— y liberé a mi luciérnaga, que seguía haciendo su verde llamada dentro de mi puño apenas cerrado, como si no entendiera que la había rescatado.
Le saqué la tela de araña que la envolvía, abrí la puerta de la casa y la arrojé hacia adelante como si fuera a salir en pleno vuelo por sus propios medios. No sé si lo hizo.
Cuenta la leyenda —tristemente casi confirmada como falsa según los historiadores— que Rodrigo Díaz de Vivar, conocido como el Cid Campeador en la Valencia del año 1000 y tantos, logró ser la herramienta clave de una batalla aún estando muerto.
Los moros le temían por su nombre y por su coraje. Su fama lo trascendía. Tanto como para que su cuerpo muerto, atado a un caballo al galope y sostenido con un palo, pudiera abrir de par en par la formación militar rival.
La idea de montar esa ecena había sido de la esposa de Rodrigo, y fue exitosa ese día. De hecho, continuó gobernando ese estado independiente de la corona española hasta que fue derrotada por los moros años más tarde.
Dos montajes aferrados a la supervivencia: la luciérnaga en la telaraña, en su llamativo espectáculo, esperando esa mano salvadora que la auxilie —incluso a pesar de ser arrojada al vacío por esa misma mano—, y un líder muerto, forzando un efecto que, tarde o temprano, perderá eficacia. Y el mismo resultado de una prolongación efímera de lo que alguna vez fue y ya no será.
